Hay escritores cuya omnipresencia supone, paradójicamente, una suerte de peculiar invisibilidad: se sabe de ellos, sus nombres nos suenan, casi cualquier ciudadano que haya llegado a tener una educación más o menos universitaria es capaz de recordar algún título suyo; por más que parezca incontrovertible la posteridad que llegaron a ganar —la celebridad que va volviéndolos próceres, y por la cual se bautizan calles y se develan placas y bustos en su memoria—, y por más que sus obras representen hitos de una cultura nacional y sean reeditadas continuamente y recordadas en efemérides (o cuando haga falta que algún gobernante alardee), van sin embargo alejándose en la proliferación y la reiteración de lo consabido. Hasta que ya nadie los lee. Seguramente es pronto para decirlo —y ojalá nunca se pueda llegar a afirmar tal cosa—, pero acaso algo así ocurra con Octavio Paz.
¿Dónde encontrar a Paz, a casi 11 años de su muerte, a 95 de su nacimiento? Está, sí, en el recuerdo de muchos que, así fuera porque estaba contemplado en un programa escolar o porque hubo algún profesor que lo impuso, tuvieron que pasar por las páginas de El laberinto de la soledad. Los vestigios de tal encuentro, sin embargo, suelen ser borrosos, pero menos que las impresiones que habrán podido dejar otros títulos más improbables: las figuras que habitan Sor Juana Inés de la Cruz o Las trampas de la fe, los exámenes de El ogro filantrópico o de Tiempo nublado. ¿Algún volumen de poesía? Quizás sea más fácil traer a cuento la estampa del propio poeta encuadrada en la pantalla del televisor, entrevistado en un noticiero, o al centro de un acto público. O encabezando aquella reunión con algunos de los escritores y pensadores más importantes del fin de siglo que organizó en 1990, al frente de la revista que dirigía: el Encuentro Vuelta: «La experiencia de la libertad».
Pero poco más. Aunque la presencia de Paz en la cultura mexicana sea fundamental e imborrable, y aunque el vacío que dejó su ausencia sea gigantesco —no hay quien tenga la estatura intelectual y la lucidez para llenarlo, y no lo habrá en mucho tiempo—, lo cierto es que en torno a su vastísima obra gravita solamente una reducida masa de lectores. Y no es que en literatura quepa esperar la «popularización» de una materia que, como la obra de Paz, es a menudo desafiante y plantea no pocas exigencias a la comprensión y a la sensibilidad de quienes buscan ingresar en ella —sobre todo en un país enemigo de los libros y desdeñoso con quienes los hacen—: si bien Paz jamás será tan famoso como Paulo Coelho ni ningún bicho semejante (y qué bueno), no deja de ser deseable que su voz resuene más profusamente, y que encuentre eco en la imaginación y en la vida de muchos más. Porque es una voz necesarísima: una inteligencia iluminadora.
No escasean los accesos a esa inteligencia. La obra poética de Paz, sí, puede abrir algunos —Libertad bajo palabra, Piedra de sol, Árbol adentro—, por los que conviene ir (aunque no es indispensable) en compañía del Paz que piensa la poesía: El arco y la lira. Lo mismo con sus reflexiones sobre la sociedad y la política: el Paz polémico, vigoroso en la discusión, implacable en la crítica, y siempre fascinante. Pero es posible que las primeras aproximaciones valga más emprenderlas a través de sus volúmenes puramente ensayísticos. Uno en particular: recientemente se ha vuelto a poner en circulación La llama doble: uno de los libros con que Paz fue dando sus últimos pasos en este mundo. Y su tema, el amor y el erotismo, es seguro que a nadie podrá dejar indiferente. «¿No era un poco ridículo, al final de mis días, escribir un libro sobre el amor?», se preguntó el poeta en el texto donde recibe a sus lectores, en la entrada de esa empresa conmovedora y bellísima. «¿O era un adiós, un testamento?». Se resolvió, al fin, tras admitir que dicho tema lo había ocupado desde la adolescencia: «El fuego original y primordial, la sexualidad, levanta la llama roja del erotismo y ésta, a su vez, sostiene y alza otra llama, azul y trémula: la del amor. Erotismo y amor: la llama doble de la vida». Quien se acerque a la luz de esa llama jamás la podrá olvidar.
¿Dónde encontrar a Paz, a casi 11 años de su muerte, a 95 de su nacimiento? Está, sí, en el recuerdo de muchos que, así fuera porque estaba contemplado en un programa escolar o porque hubo algún profesor que lo impuso, tuvieron que pasar por las páginas de El laberinto de la soledad. Los vestigios de tal encuentro, sin embargo, suelen ser borrosos, pero menos que las impresiones que habrán podido dejar otros títulos más improbables: las figuras que habitan Sor Juana Inés de la Cruz o Las trampas de la fe, los exámenes de El ogro filantrópico o de Tiempo nublado. ¿Algún volumen de poesía? Quizás sea más fácil traer a cuento la estampa del propio poeta encuadrada en la pantalla del televisor, entrevistado en un noticiero, o al centro de un acto público. O encabezando aquella reunión con algunos de los escritores y pensadores más importantes del fin de siglo que organizó en 1990, al frente de la revista que dirigía: el Encuentro Vuelta: «La experiencia de la libertad».
Pero poco más. Aunque la presencia de Paz en la cultura mexicana sea fundamental e imborrable, y aunque el vacío que dejó su ausencia sea gigantesco —no hay quien tenga la estatura intelectual y la lucidez para llenarlo, y no lo habrá en mucho tiempo—, lo cierto es que en torno a su vastísima obra gravita solamente una reducida masa de lectores. Y no es que en literatura quepa esperar la «popularización» de una materia que, como la obra de Paz, es a menudo desafiante y plantea no pocas exigencias a la comprensión y a la sensibilidad de quienes buscan ingresar en ella —sobre todo en un país enemigo de los libros y desdeñoso con quienes los hacen—: si bien Paz jamás será tan famoso como Paulo Coelho ni ningún bicho semejante (y qué bueno), no deja de ser deseable que su voz resuene más profusamente, y que encuentre eco en la imaginación y en la vida de muchos más. Porque es una voz necesarísima: una inteligencia iluminadora.
No escasean los accesos a esa inteligencia. La obra poética de Paz, sí, puede abrir algunos —Libertad bajo palabra, Piedra de sol, Árbol adentro—, por los que conviene ir (aunque no es indispensable) en compañía del Paz que piensa la poesía: El arco y la lira. Lo mismo con sus reflexiones sobre la sociedad y la política: el Paz polémico, vigoroso en la discusión, implacable en la crítica, y siempre fascinante. Pero es posible que las primeras aproximaciones valga más emprenderlas a través de sus volúmenes puramente ensayísticos. Uno en particular: recientemente se ha vuelto a poner en circulación La llama doble: uno de los libros con que Paz fue dando sus últimos pasos en este mundo. Y su tema, el amor y el erotismo, es seguro que a nadie podrá dejar indiferente. «¿No era un poco ridículo, al final de mis días, escribir un libro sobre el amor?», se preguntó el poeta en el texto donde recibe a sus lectores, en la entrada de esa empresa conmovedora y bellísima. «¿O era un adiós, un testamento?». Se resolvió, al fin, tras admitir que dicho tema lo había ocupado desde la adolescencia: «El fuego original y primordial, la sexualidad, levanta la llama roja del erotismo y ésta, a su vez, sostiene y alza otra llama, azul y trémula: la del amor. Erotismo y amor: la llama doble de la vida». Quien se acerque a la luz de esa llama jamás la podrá olvidar.
Publicado en Magis.
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