Siguen los contagios, no deja de haber muertos, pero la epidemia dejó ya de ser el sabor del mes y volvimos a la vivencia de lo cotidiano, que se volvió peor en Jalisco gracias a que el Gobernador González actuó como si su estado fuera una delegación del D.F. Así, luego de la histeria paralizadora prolongada por nuestras autoridades ineptas, se inaugurará por fin la Feria Municipal del Libro de Guadalajara que, como tantas otras cosas, fue posponiéndose en la incertidumbre. A lo que sigue, entonces: está visto que el pasmo de gobernantes y gobernados fue un síntoma generalizado del famoso mal, y ya ni para qué alegar.
Creo que van dos años sin que me haya animado a darme una vuelta por las inmediaciones del Palacio Municipal para visitar esta feria. Las últimas veces que pasé por ahí —quién sabe si por alguna ilusión injustificable, por algo parecido a la añoranza o por pura distracción—, encontré sólo razones para una desabrida decepción, de ésas que ya ni siquiera tienen fuerzas para convertirse en rabieta. Salvo dos o tres excepciones (los libreros heroicos de siempre), la consabida exposición raquítica de saldos de librerías y de editoriales religiosas o técnicas, algún bailable en la plaza, alguna presentación desolada... Súmese a eso la triste aventura que supone acercarse al centro de la ciudad (ruido, mugre, frenesí), pero además las trampas de la memoria: será porque en edades tiernas uno, inevitablemente, tiende a localizar maravillas donde muy probablemente no las haya; el caso es que, de niño, yo —que, además, vivía en el centro, en el barrio de las Nueve Esquinas, y me encantaba— encontraba una gran felicidad en que se pusiera la Feria del Libro (todavía, claro, no existía la FIL) para que me llevaran, e incluso ya en la secundaria y hasta en la prepa (a finales de los ochenta: ya estaba más sorgatón e iba solo) acudía sin falta e invariablemente obtenía recompensa.
Si digo que la feria fue chafeando año con año, no creo que se deba únicamente a que mi recuerdo de tiempos mejores hubiera ido encontrando más dificultades para refrendarse cada vez. Pasó, creo yo, que la feria dejó de interesarle —naturalmente— a las autoridades incompetentes que fueron teniéndola bajo su cargo, y peor, a los ciudadanos que nada hicimos al presenciar su decadencia. Pero este año, por lo que ha anunciado el director de Cultura del Ayuntamiento tapatío, se buscará hacerla revivir: dedicada a celebrar a Fernando del Paso, la feria tendrá un mayor número de expositores —y más atractivos: no es que esté mal que haya libros religiosos y técnicos: lo malo es que eso sea todo— y hay un programa que contempla la participación de varios escritores, por lo menos, atendibles (por cierto: ignorante de mí, no he sabido dar con el programa en ningún lado: ¿por qué no lo cuelgan del sitio web del Ayuntamiento? Total, quiten el dizque blog del Dr. Petersen, quien no postea desde hace casi un año: mucho le ha de importar). Ojalá sea cierto todo: valdría la pena.
Creo que van dos años sin que me haya animado a darme una vuelta por las inmediaciones del Palacio Municipal para visitar esta feria. Las últimas veces que pasé por ahí —quién sabe si por alguna ilusión injustificable, por algo parecido a la añoranza o por pura distracción—, encontré sólo razones para una desabrida decepción, de ésas que ya ni siquiera tienen fuerzas para convertirse en rabieta. Salvo dos o tres excepciones (los libreros heroicos de siempre), la consabida exposición raquítica de saldos de librerías y de editoriales religiosas o técnicas, algún bailable en la plaza, alguna presentación desolada... Súmese a eso la triste aventura que supone acercarse al centro de la ciudad (ruido, mugre, frenesí), pero además las trampas de la memoria: será porque en edades tiernas uno, inevitablemente, tiende a localizar maravillas donde muy probablemente no las haya; el caso es que, de niño, yo —que, además, vivía en el centro, en el barrio de las Nueve Esquinas, y me encantaba— encontraba una gran felicidad en que se pusiera la Feria del Libro (todavía, claro, no existía la FIL) para que me llevaran, e incluso ya en la secundaria y hasta en la prepa (a finales de los ochenta: ya estaba más sorgatón e iba solo) acudía sin falta e invariablemente obtenía recompensa.
Si digo que la feria fue chafeando año con año, no creo que se deba únicamente a que mi recuerdo de tiempos mejores hubiera ido encontrando más dificultades para refrendarse cada vez. Pasó, creo yo, que la feria dejó de interesarle —naturalmente— a las autoridades incompetentes que fueron teniéndola bajo su cargo, y peor, a los ciudadanos que nada hicimos al presenciar su decadencia. Pero este año, por lo que ha anunciado el director de Cultura del Ayuntamiento tapatío, se buscará hacerla revivir: dedicada a celebrar a Fernando del Paso, la feria tendrá un mayor número de expositores —y más atractivos: no es que esté mal que haya libros religiosos y técnicos: lo malo es que eso sea todo— y hay un programa que contempla la participación de varios escritores, por lo menos, atendibles (por cierto: ignorante de mí, no he sabido dar con el programa en ningún lado: ¿por qué no lo cuelgan del sitio web del Ayuntamiento? Total, quiten el dizque blog del Dr. Petersen, quien no postea desde hace casi un año: mucho le ha de importar). Ojalá sea cierto todo: valdría la pena.
Publicado en la columna «La menor importancia» en Mural, el jueves 28 de mayo de 2009.
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2 comentarios:
Pos que esperaba. A municipios mochos , libros mochos .
En mi caso siempre termino comprando aretes o chacharas a los ambulantes que se anexan -con singular alegría- a la festividad literaria.
Ja la feria del libro ahí. Sólo compré unas antologías de mitología.
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