¿Día del Libro?


Que sea como es no significa que sea natural, ni mucho menos justificable. Pero así es: un libro, en México, es una cosa más bien incomprensible, fuera de lugar, tenida a menudo por inútil o prescindible; a veces, incluso, parece una presencia enemiga, un estorbo, un desperdicio de dinero o de tiempo, una rareza propia de gente ociosa o desviada: gente sobre la que sumariamente se conjetura que lee porque no tiene nada mejor qué hacer o no sabe cómo pasar mejor sus horas, porque prefiere omitirse de la famosa realidad, porque algo traerá en la cabeza que la vuelve poco digna de confianza. Leen —es lo que se entiende— quienes no hallan su sitio entre los demás, y por tanto están solos en sus agruras y sus disparates, rumiando —¿para qué?— los desvaríos en que dejan ir su imaginación y su inteligencia. Y son pocos, y nunca queda claro qué ganan —lo más seguro es que nada: apenas algún sucedáneo de la vida verdadera con el que eluden irresponsablemente deberes como el de ser productivos y felices—, ni por qué se empecinan en el apartamiento que, afirman y aseguran, les depara placeres y hallazgos, evidentemente inexplicables y absurdos a la vista de quien no lee.
Los libros, en México, en el mejor de los casos son un mal necesario, por lo general debido a las exigencias de la educación formal (el desembolso que deben hacer los padres para surtir a sus retoños con los títulos que necesitan llevar a la escuela, o el derroche que hacemos todos los contribuyentes para que la Comisión Nacional de Libros de Texto Gratuitos reparta los volúmenes —177 millones para el ciclo escolar 2008-2009, nomás— que, al fin, saldrán de las mochilas de los infantes para ser depositados en el olvido y en la nada: ¿cuántos mexicanos guardan todos los libros que les fueron así obsequiados?). Cuando hay que comprar alguno, porque a algún maestro se le metió que hay que leerlo, es con sacrificios y de malas: una medida extrema a la que se llega cuando ya no puede evitarse —cuando nadie lo tiene para pedírselo prestado, pongamos. Y los libros también pueden ser trofeos de la culpa y de la vergüenza, cuando se tolera conservarlos a condición de que no pierdan su carácter de adornos (los tomos de una enciclopedia en la sala, por ejemplo), y por lo general no se sabe qué hacer con ellos. Leerlos no, por supuesto. En todo caso, es más tranquilizador pensar que están en las librerías y en las bibliotecas, lugares tediosos a los que no habría por qué asomarse jamás.
Casi todo es preferible a quedar a solas con un libro. La pachanga, el cine, la tele, claro. Las actividades al aire libre. Pero incluso las horas extras de trabajo, las compañías más amargas, las tareas ingratas, y si hay que pasar la vida en salas de espera o en el transporte colectivo, así haya un libro en las inmediaciones es más tentador fijar la vista en el vacío y concentrarse en bostezar. Etcétera. Y lo peor es que todo esto tiene explicación: la miseria y la ignorancia, mismas que garantizan que las cosas seguirán así por mucho tiempo más.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 18 de abril de 2008.
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3 comentarios:

Alejandro Vargas dijo...
18 de abril de 2008, 13:00

que cierto es lo que mencionas.

Por eso tienen IVA? es un artículo de lujo.

MIGUEL MANRIQUEZ DURAN dijo...
18 de abril de 2008, 15:13

Saludos desde acá.

Anónimo dijo...
19 de abril de 2008, 10:45
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