Por las mismas razones por las que nunca hay tiempo disponible para dedicarlo a la lectura (los agobios del trabajo y de la rutina, las obligaciones familiares y sociales, el cansancio que acarrean esos agobios y esas obligaciones, las distracciones que se multiplican en toda ocasión y en todo lugar volviendo impensable una mínima pausa en la que pueda disfrutarse del sosiego, el silencio, la lucidez y el ánimo para encontrarse a solas con un libro, las constantes interferencias e irrupciones de los demás, que siempre parecen empeñados en sabotearnos el propósito —los demás o nosotros mismos, que nos interrumpimos por nada, porque recordamos cualquier pendiente o cedemos a la tentación de consultar por enésima vez el correo electrónico, de encender la tele o la radio, de levantarnos e ir al balcón o a la cocina o a cualquier otro lado sin llegar a darle la vuelta a la primera página—, y eso sin hablar de lo caros que son los libros, de lo ocioso e inútil que parece dedicarles algunos minutos, de la preocupación por cuanto seguramente estaremos perdiéndonos mientras nos quedamos en su compañía —una buena película, un partido de futbol, un paseo, una fiesta—, y porque finalmente hay que vivir, de un modo un otro, y leer acaso sea una forma alterna de vivir, pero no es lo mismo), por esas mismas razones es que habría que leer.
Poco se ha ganado, en este país, buscando hacer ver las supuestas bondades de la lectura —y tampoco con gran esfuerzo: fue, por ejemplo, una de las farsas mayúsculas de la administración del analfabeto Vicente Fox, simular que se quería hacer de México «un país de lectores». Como si se tratara de una medida de higiene o salud pública, tan provechosa como lavarse los dientes o llevar una dieta balanceada, tener afinado el coche o barrida la banqueta, el hábito de la lectura se tiende a promoverlo en términos positivos, en función de nociones vagas de bienestar social y la buena onda para todos. Qué cosa más aburrida y falsa: como bien ha advertido la ensayista Vivian Abenshushan en un estupendo ensayo al respecto, «El lector insumiso», lo que se ha pretendido es imprimir carácter de virtud a lo que ha sido y debería seguir siendo un vicio: la lectura es una peculiar y personalísima forma de conducta en cuya naturaleza colaboran el talante sedicioso y la mera gana de darle la espalda al mundo. «Toda pereza indecente ha quedado desterrada», lamenta Abenshushan, «lo mismo que el placer».
Habría que leer, entonces, porque nunca queda tiempo para leer. Y si nunca queda tiempo no es por culpa nuestra: es por las exigencias del siglo, por la engorrosa circunstancia de que nuestra vida esté constantemente invadida por los demás. Porque con leer no se gana más dinero, más prestigio, más salud. Leer no porque nadie venga a decirnos que es bueno y es bonito. Que lea quien quiera y como pueda: leer porque nadie quiere leer y porque no se puede, además.
Poco se ha ganado, en este país, buscando hacer ver las supuestas bondades de la lectura —y tampoco con gran esfuerzo: fue, por ejemplo, una de las farsas mayúsculas de la administración del analfabeto Vicente Fox, simular que se quería hacer de México «un país de lectores». Como si se tratara de una medida de higiene o salud pública, tan provechosa como lavarse los dientes o llevar una dieta balanceada, tener afinado el coche o barrida la banqueta, el hábito de la lectura se tiende a promoverlo en términos positivos, en función de nociones vagas de bienestar social y la buena onda para todos. Qué cosa más aburrida y falsa: como bien ha advertido la ensayista Vivian Abenshushan en un estupendo ensayo al respecto, «El lector insumiso», lo que se ha pretendido es imprimir carácter de virtud a lo que ha sido y debería seguir siendo un vicio: la lectura es una peculiar y personalísima forma de conducta en cuya naturaleza colaboran el talante sedicioso y la mera gana de darle la espalda al mundo. «Toda pereza indecente ha quedado desterrada», lamenta Abenshushan, «lo mismo que el placer».
Habría que leer, entonces, porque nunca queda tiempo para leer. Y si nunca queda tiempo no es por culpa nuestra: es por las exigencias del siglo, por la engorrosa circunstancia de que nuestra vida esté constantemente invadida por los demás. Porque con leer no se gana más dinero, más prestigio, más salud. Leer no porque nadie venga a decirnos que es bueno y es bonito. Que lea quien quiera y como pueda: leer porque nadie quiere leer y porque no se puede, además.
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 4 de enero de 2008.
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2 comentarios:
Benditos los que pueden leer a pesar de todo lo que dices. ¡Qué padre ensayo!
Espléndido texto, as usual. Un abrazo por eso que se festeja en estos días... ¿Feliz Hakuna o Bar Mitzvá o Año del Tigre? Lo que sea, pues: un abrazo.
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