No
es sólo porque completa un «número redondo» que importa la suma del
tiempo transcurrido desde la mañana infeliz en que Guadalajara fue
abruptamente eviscerada por las explosiones que, a falta de una
denominación más justa en términos históricos (pudieron llamarse como
sus culpables, para garantizarles la infamia que merecen), terminaron
recordándose por la fecha en que sucedieron. Veinte años son una vida en
que pueden darse por sobrepasadas las ignorancias, las perplejidades y
las incertidumbres de la infancia y la adolescencia, un punto en el que
hace ya rato que se traspasó el umbral de la adultez y se ha comenzado a
difuminar o confundirse lo que hubo antes porque el futuro ya nos
lleva entre las patas. Piense cada quien en lo que era y hacía a los
veinte años. Y Guadalajara, al cumplir esta edad —no es exagerado decir,
me parece, que en la catástrofe del Sector Reforma se sucedieron la
muerte de la ciudad que hasta entonces habíamos conocido y su traumática
resurrección—, está en riesgo de terminar de desentenderse de lo que
fue aquello y de sus consecuencias. (Además, en vista del presente
convulso y precario que atravesamos, da la impresión de que la sociedad
está violentamente abocada al olvido y a pasar cada vez más pronto cada
nueva página del horror diario: conteste rápido: ¿recuerda qué día
fueron los «narcobloqueos» de hace apenas unas semanas? Seguramente han
sido lo peor que le ha pasado a Guadalajara desde 1992, y seguramente la
ciudad no había vuelto a experimentar así el miedo. ¿Ya no nos
acordábamos? Fueron el 9 de marzo).
Uno se diría que
es imborrable la impresión que dejaron las explosiones del 22 de abril
en la memoria de Guadalajara. Pero quién sabe, y por eso es
indispensable repasar aquellos días malvados: cómo, por consecuencia de
la estupidez y la irresponsabilidad de quienes luego quedarían blindados
por la impunidad, el mundo voló en pedazos para tanta gente que ahí
quedó o que, si sobrevivió, fue al dolor de ver a los suyos arrebatados,
al propio cuerpo malherido y lastrado, a la pesadilla de lo sucesivo.
Luego, el estupor lo prolongaron (y a la fecha) la negligencia y el
cinismo de las autoridades, por cuyo proceder miserable, como escribió
Baudelio Lara, «la palabra tragedia se volvió un cliché, una sonora palabra trisílaba trizando sus tristes trazos en medio del discurso del poder».
(Esto se lee en un ensayo que acompaña a una serie de dibujos hechos
por niños damnificados, y que con tales dibujos está compilado en el
libro Estela contra el olvido, reunión de textos literarios de
treinta autores en torno al 22 de abril puesto a circular hace diez años
por la editorial tapatía Arlequín y que, recientemente, ha sido
relanzado en versión electrónica y gratuita, disponible en edicionesarlequin.com.mx).
Lara también anotó ahí: «Trágicos los terremotos, las erupciones
volcánicas, las hecatombes siderales: esto sólo es vergüenza: ira vuelta contra uno mismo». Eso fue. ¿Y de entonces acá? El avance del olvido.
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 19 de abril de 2012.
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1 comentarios:
buen relato, de lo que se vivió y del acontecimiento que para muchos marco un precedente y para otros el olvido.
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