Es fácil imaginar que la biblioteca cobró forma como la materialización
de un ideal: la aspiración de apartarse del estrépito del mundo, la
procuración del retiro y el sosiego, que son formas decorosas de la
renuncia. Así, aquel severo recinto recordaría una fortaleza cuya
reciedumbre habría de radicar, más que en el espesor de los muros, en la
solidez de las piezas que la poblarían: volúmenes de los clásicos
griegos y latinos, principalmente. Un ámbito austero, con pocas
ventanas, suficientes sin embargo para la luz indispensable del día: una
luz que, más allá de la paz de los viñedos, se extendía sobre el tiempo
atroz que atravesaba Europa, y específicamente Francia: la misma luz
que en París filtraba el rojo sangriento de las Guerras de Religión, y
que al entrar en el torreón de aquel castillo del Perigord iluminaría
—ya dispuestos los anaqueles y los volúmenes en ellos, ya grabadas en
las vigas del techo algunas sentencias procedentes de esos mismos
libros, vigilantes y a la vez inspiradoras— las palabras del hombre que
construyó su biblioteca y que en ella se retiró a pensar. A pensar por
cuenta propia, hay que decirlo, y a anotar lo que su juicio vino a
encontrarse...
Publicado en el nuevo número de Magis: por acá, para seguir leyendo.
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