Desde que me dio por leer y escribir —en los tiempos de la prepa, o
sea hace ya más de un cuarto de siglo—, he vivido convencido de que es
en los cafés donde mejor funciono (quiero decir: leyendo y escribiendo,
que ya es algo). Por tal convicción de seguro me he visto impedido de
fabricar otras, igual de infundadas, como la que consistiría en preferir
el sosiego que facilitan la iluminación y el silencio de una buena
biblioteca, o el mero ámbito hogareño, o un jardín o cualquier otro
espacio, incluidos los de los diversos empleos que he tenido y a los que
he sido más bien inepto parta robarles horas para tal efecto (¿es
cierto que Faulkner escribió Mientras agonizo cuando trabajaba
en una mina, apoyado sobre un vagón volcado en sus escasos ratos de
resuello? Bueno, pero era Faulkner). Y la memoria me ofrece algunas
pruebas de que, en efecto, los cafés me han bastado muy bien.
Pero vengo a darme cuenta de que los cafés donde mejor me he hallado
existen ya únicamente en un pasado irrecuperable, que es el mismo de una
ciudad que en sus transformaciones incesantes va desentendiéndose de
ella misma: el San Remo, a espaldas del templo de La Merced, donde la
lealtad era correspondida con un jarro exclusivo, rotulado con el nombre
de cada parroquiano; el Colón, en el primer piso del edificio Emisa,
con un mirador espléndido sobre la calle del mismo nombre; el Málaga, de
españoles, insólitamente decorado con cuadros de emperadores aztecas y
presidentes de la República, y donde un tarotista recibía a una
clientela interminable; y el Madoka, claro, y el Madrid (uno de los
meseros de éste dijo una vez a una revista que lo entrevistó que él
quería ser Batman para subirse a las torres de Catedral), y el Treve...
sin contar el Denny’s que había en la esquina de Juárez y 16 de
Septiembre, y que luego sería el primero de los Sanborn’s en que era
posible dejar transcurrir impunemente el desvelo, hasta el alba si uno
quería, y al que seguirían los de Vallarta y General San Martín y el de
Vallarta y Tepic (o sea Fco. Javier Gamboa), o el Vip’s de la Glorieta
de Colón, en Américas: el más alejado del centro y, por eso mismo, una
forma de salir de la ciudad sin necesidad de largarse (y la lista
seguiría con los incontables cafés que me han acogido en otras ciudades,
igualmente memorables).
Desde luego: el problema (mi
problema) empezó con la prohibición de fumar, por la que fui
desterrándome de los que no desaparecieron. Pero no nada más ha sido
eso. Aunque aún recalo habitualmente en dos (el Café del Fondo, en la
Joseluisa, y, ¡ay!, el Starbucks de Chapultepec, siempre atestado y
ruidosísimo), en general tengo cada vez más difícil encontrar lo que
encontraba antes, y que ni siquiera estoy seguro de qué pueda ser —y
bueno, me olvidaba de lo que no olvido, que son los amigos con los que
tenía tanto sentido pasar las horas en aquellos cafés, aunque no hubiera
modo ni de escribir ni de leer.
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 1 de marzo de 2012.
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