Unción


¿Por qué Mario Vargas Llosa necesita que la candidata de su preferencia gane la elección por la presidencia de la República en México? Es el verbo que usó: «necesitamos», dijo —si bien el plural en el que el escritor se incluye, quién sabe junto a quiénes en su cabecita loca, le sirve para hacerse pasar por portavoz de una supuesta necesidad colectiva, pero también para difuminar en cierta medida la necesidad (o el deseo) que cabría admitir como exclusivamente suya: muy bien que está al tanto —para eso es escritor— de que la primera persona del singular conduce más rápido a la revelación del despropósito. Bueno, adujo algunas razones (que «la lucha contra la violencia, la corrupción y el narcotráfico que ha dado con tanto coraje el Presidente Calderón no ceda el paso, no retroceda y continúe»), a las que debe sumarse su animadversión tácita a las alternativas, especialmente la que supondría el retorno a la que hace más de veinte años calificó como «dictadura perfecta» —una ocurrencia que hizo fama y que desde entonces y hasta la fecha no ha dejado de utilizarse con irresponsabilidad y ligereza. Encomió, además, a «su» candidata, y ésta y sus partidarios por lo visto quedaron encantados con la unción —y los adversarios, trinando de rabia, procedieron a descalificar la admiración y la adhesión del Nobel. A nadie pareció extrañarle el hecho de que el señor no sólo no figura en el padrón electoral (que se sepa, nomás tiene las nacionalidades peruana y española), sino que ni siquiera vive en este país.
            Meramente anecdótico y ya olvidable, el episodio contará tan poco en la contienda electoral como las burradas que otro candidato tuvo a bien proferir cuando fue interrogado por los libros «que lo han marcado». Y como cualesquiera otras instantáneas de las precampañas, las entrecampañas, las campañas y las postcampañas en las que se vea a sus protagonistas principales en las inmediaciones de la cultura y sus figuras estelares: en concreto, siempre que alguno de los candidatos esté en los rumbos de los libros y los escritores, la cosa cuando mucho da para presenciar un puñado de disparates y pasar de inmediato a otro asunto.
            Pero es un malentendido que se replica incesantemente: políticos y escritores creen necesitarse mutuamente, y así los primeros procuran la foto con los segundos para granjearse lo que quizás entiendan como una suerte de aval (intelectual, moral, sabrá Dios), en tanto que los segundos van y mueven la cola delante de los primeros bien por motivos puramente convenencieros o laborales (cada quien sabrá cómo hace su luchita) o, lo que es peor, porque realmente les prestan atención —una atención jamás correspondida— y creen que se puede razonar con ellos. Y cómo va a ser: en general, y sobre todo en México, los actores de la política no son en absoluto atendibles, como no sea en clave de ironía. Obstinarse en tomarlos en serio es propio sólo de ingenuos. O de farsantes.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 22 de marzo de 2012.

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