Desde que empezó a percatarse de la existencia de los perros (por la
calle, pero también —lo que es más grave— al ver a Flora, una bonachona
pastor inglés en el jardín de su abuela), he ido repitiéndole a mi
hijita que se trata de seres imaginarios. Tiene poco más de un año, y mi
admonición se debilita conforme ella prefiere cerciorarse por su cuenta
—y así Flora ha perdido ya varios mechones muy poco imaginarios. Casi
temo tanto la confrontación que nos aguarda como temo a los perros:
cuando presente formalmente su demanda, ya no dispondré de patrañas que
me libren de admitir una fiera en la casa.
Pero me
queda una esperanza: que ahora mismo —y no tenemos mucho tiempo: un año
más, o dos—, en un luminoso laboratorio de Cupertino, California, haya
un cónclave de desarrolladores afinando la app que
vendrá incorporada en el iOS 6 (o 7, u 8, me da igual: acabo de comprar
un iPhone 4S y espero que al menos me entretenga hasta que termine de
pagarlo), y cuya función será la de hacer del aparatejo precisamente eso
que le entregaré a mi hijita: un «perrito» (pasas el dedo por la
pantalla y te saluda un ladrido; tap, y lo pones en el suelo: da saltitos; tap otra vez, y te lame —puedes elegir si quieres el lametazo salivoso o no, o qué tanto—; tap-tap, y hace cabriolas; tap-tap y se mea).
Habrá quien encuentre reprensible esta imaginación ociosa: vengo de ver (en el iPhone) el reportaje que hace unas semanas presentó la cadena ABC
sobre las condiciones en que trabajan los obreros de las fábricas
chinas de donde salen los aparatos —como mi iPhone y como mi MacBook (en
la que escribo esto), y como el nuevo iPad que se presentó apenas ayer—
con cuya concepción Steve Jobs fundó el culto disparatado, cuando no
siniestro, que le rinden los incondicionales de la manzanita. Creo que
yo me he visto a salvo de tal devoción gracias a la tacañería: por mucho
que me encante lo que estos gadgets hacen (tampoco tanto: ya
me asombraré cuando pueda cortarme el pelo con el telefonito, o usarlo
para echarle salsa Tabasco al plato), sus facturas me disuaden de
prenderle una veladora al santón de los jeans y las sudaderas
negras, y más bien voy orillándome al rencor. Pero decía del reportaje
sobre los obreros chinos: pobres, claro. En la fábrica hay tendidas, al
nivel del primer piso, redes gigantescas para cacharlos cada que se
levantan de las líneas de producción, van hasta una ventana y se arrojan
para matarse. Además del reconcomio a que lleva enterarse de esto (se
necesitan 325 chinos malpagados y hacinados, trabajando cinco días, para
que uno haga magia con el dedo sobre la pantalla del dispositivo), está
el problema de que la cosa no parece tener fin: el éxito de Apple
radica no tanto en el desarrollo de nuevas posibilidades como en la
implantación de deseos inútiles en sus usuarios —que irán, ¿iremos?,
corriendo a pagar de nuevo cada vez que esos deseos parezca que serán
satisfechos. ¿Un iPad nuevo? No, gracias: al menos no hasta que sirva
para poder llamarlo Fido.
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 8 de marzo de 2012.
1 comentarios:
Israel, Muy bueno, ahora si me hiciste reír a carcajadas, imagino a todos los "gadget lovers" paseando si i-Fido por las calles. Qué maravilla que la bebe este creciendo tan rápido.
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