Costumbre


Por generaciones los tapatíos hemos probado ser capaces de acostumbrarnos a todo, lo bueno y lo malo, de la floración de las jacarandas a las tormentas que regularmente vuelven lacustre la ciudad, de los domingos de Vía Recreactiva al transporte colectivo desastroso y criminal, de nuestras variadas famas (fundamentadas o no) a los gobernantes cretinos. Quizás de ahí vengan, parejamente, el gusto que finalmente tenemos de ser como somos y la desesperación por eso mismo: porque, tan poco hecha a cambiar de modos, esta ciudad puede ser demasiado renuente o calmuda para animarse a reinvenciones de sí misma. El caso es que también tenemos —y perdóneseme el uso del plural: al fin que, desde mis perplejidades como habitante de Guadalajara, cada vez sospecho más que es una ciudad que sólo puede existir en la imaginación, y que el gentilicio sirve apenas como una convención que en realidad no alcanza a precisar gran cosa, si por «tapatío» nos referimos lo mismo a un vecino de la Federacha que a uno de Jardines del Bosque, uno de Santa Tere, uno de San Juan Bosco, uno de Miravalle, uno de Providencia... ¿y a un zapopano, un tonalteca, uno de San Pedro?—... También tenemos, decía, una costumbre peculiar, fundada por una extrañeza quizás excesiva para nuestros modos, y que, por así decirlo, nos tomó desprevenidos y con la que ya no supimos nunca qué hacer: la Plaza Tapatía. Estamos acostumbrados a no poder acostumbrarnos a ella.
            En días pasados, el 5 de febrero, cumplió 30 años. Parece mucho tiempo porque seguimos viéndola como algo que ignoramos qué podrá ser. Yo debo confesar que no tengo una idea cabal de lo que se destruyó para que fuera posible extenderla: recuerdo sólo una tarde en que mis papás me llevaron a la Plaza de Toros El Progreso —un payaso funámbulo llamado Chuchín cruzaba un alambre tendido sobre su diámetro, y el vértigo y el sobrecogimiento de ver eso a mis cinco años, o algo así, habrá cancelado cualquier otra impresión. Pero, ya que existía la plaza, fue pareciéndome desde las primeras veces que la recorrí lo mismo que las más recientes: que no debía estar ahí. Desproporcionada, postiza, hueca, superpuesta a gigantescos y lóbregos estacionamientos, con vocaciones malentendidas (¿un puente entre las Guadalajaras separadas por la Calzada, una plaza comercial —la tienda departamental más importante que tuvo, Salinas y Rocha, terminó largándose—, un paseo que puede terminar muy bien, en el Cabañas, o muy mal, en San Juan de Dios?), y sobre todo con ese adefesio monumental, «La Inmolación de Quetzalcóatl», ocurrencia perpetrada para halagar —se decía entonces, y se me hace que ya se ha olvidado— a José López Portillo, excéntrico fan de esa deidad.
            No dudo que la Plaza Tapatía le sirva de algo a mucha gente que por ahí trabaja o pasa (y que viva en sus inmediaciones, aunque debe de ser poca). Pero veo muy difícil que alguien pueda encontrarla entrañable. Desconcertante sí, siempre. Y tan inexplicable como horrenda.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 23 de febrero de 2012.
Imprimir esto

1 comentarios:

Mirna dijo...
28 de octubre de 2012, 12:55

Mexico es un país que me encanta. Cada vez que puedo intento viajar y disfrutar de las distintas costumbres que hay. Como me dedico a la comida providencia, me gusta cuando viajo a otro país probar las delicias del lugar