Hasta antier, quedaban a la venta alrededor de 4 mil ejemplares de la que ya es la última edición impresa de la Encyclopædia Brittanica:
32 volúmenes, a un precio de mil 400 dólares, que, una vez hecho el
anuncio de que en adelante dicha obra sólo existirá en formatos
digitales, adquirieron automáticamente un carácter de talismanes
mediante los cuales será posible convocar a un pasado definitivo y ya
cancelado: aunque la Britannica siga existiendo, actualizándose
y creciendo, esa edición postrera es en cierto sentido la
materialización de un final, la señal inamovible a la que habremos de
referirnos cuando sea necesario saber en qué punto nuestra comprensión
de la difusión del conocimiento se transformó irremediablemente —señal
inamovible e inalterable: ahora mismo, la Britannica que puede
consultarse en línea contiene más entradas que la impresa, y éstas están
modificándose y creciendo mientras en aquellas bonitas colecciones que
circularon a lo largo de los últimos 244 años lo único que podrá
multiplicarse será el polvo que acumulen antes de volverse polvo ellas
mismas.
Me habría gustado tener una edición, pero
seguramente nunca me lo propuse en serio: siempre pensé que era más
cara, y por eso, cuando alguna vez tuve más ganas —y modo— de comprarla,
mejor me hice de un vocho, al que le estaré eternamente agradecido por
lo que me sirvió. Ahora veo que ya no tendría ni para qué abrirla: es
mucho más práctico consultarla en línea o mediante una aplicación del
telefonito (claro, pagando una suscripción de dos dólares al mes), y eso
por no hablar de la infinidad de recursos con las que uno puede mucho
más que arreglárselas, empezando por Wikipedia, que sin duda es una de
las empresas culturales de más vastos alcances en la historia de la
humanidad —y aquí aprovecho para insistir en que la que se suele pensar
que es la debilidad de Wikipedia, su apertura a cuantos colaboradores
deseen participar en ella, es al mismo tiempo su mayor fortaleza: aunque
nunca falten quienes falseen o distorsionen, serán siempre menos que
los que los tengan a raya. Vería, en fin, a la Britannica que nunca llegué a tener con algo de incomprensión y rencor.
Y claro, si la hubiera comprado habría sido por culpa de Borges, que la
veneraba: en más de una ocasión le dio pie para historias (si bien en
la más recordada, «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius», alude a una «reimpresión
literal, pero también morosa, de la Encyclopædia Brittanica de 1902», una supuesta Anglo-American Cyclopædia), y cuando obtuvo un premio modesto con su Cuaderno San Martín,
en 1929, corrió a comprarse una. ¿Qué pensaría hoy? En un poema
dedicado a la adquisición de una enciclopedia (otra, la Brockhaus, pero
da lo mismo) habla del «misterioso amor de las cosas / que nos ignoran y
se ignoran». Seguro que ese amor puede prevalecer, esté encuadernado y
en los libreros o esté cifrado en bits. Y no tiene por qué dejar de ser fascinante.
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 15 de marzo de 2012.
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