En
una de esas contabilidades ociosas que da uno en hacer cuando va en pos
de la recuperación memoriosa de tiempos más o menos remotos —tan
distantes, al menos, como para tener que aventurarse por ellos en
expediciones dificultosas, que deparan más perplejidades que
claridades—, caí hace poco en la cuenta de que hará al menos unos
treinta años que no me paro por Miravalle. Y no sólo que no haya tenido
en absoluto por qué pasar por ahí, sino ni siquiera acercarme: es una
zona de cuya existencia habré seguido sabiendo, en todas estas tres
décadas, apenas gracias a los periódicos o a los noticieros (otra
perplejidad: de un tiempo acá me he descubierto una creciente afición,
digamos peculiar, a las informaciones locales), y en todo caso confío en
que dicha zona siga ahí por cuanto supongo que puedo constatarlo con la
vista cuando toca que vaya por la carretera a Chapala: la presencia
ominosa de la cementera presidiendo un paisaje que, para mi presente —y
en esto radica mi asombro—, únicamente puede detallarse en la
imaginación... como muchos otros rumbos de la ciudad en la que se supone
que vivo y en la que he vivido no treinta, sino casi cuarenta años
(¡ay!).
Y es que hubo una época en que yo iba mucho a
Miravalle: una prima vivía allá, mi mamá la visitaba seguido y ahí iba
yo de pegoste. Lo misterioso —o bueno, ni tanto: de niño uno se emociona
con cualquier suspensión de lo consabido— es que me encantaba ir, y
ahora creo que era por lo dilatado del viaje (en una de aquellas combis
asesinas en que se embutía a 16 personas y cuya terminal estaba a
espaldas del templo de Aranzazú). Las visitas no tenían ningún chiste, y
además eran breves porque había que regresar antes de la hora de la
comida: apenas un cafecito y vuelta a lanzarse por Gobernador Curiel. La
prima se fue a vivir a Autlán y se acabaron las excursiones, como
necesariamente se fueron acabando otras por destinos que ahora me
parecen igual de insólitos, no importa lo lejanos o cercanos que queden
de mis trayectos actuales: ¿cuánto hace que no paso por las Nueve
Esquinas, el barrio donde viví hasta los 24, o cuánto que no voy al
Baratillo? ¿O al Parque Ávila Camacho, o a los Colomos, o a Analco, o
allá por el Canal Seis (y seguro que ya nadie dice así)? ¿Y cuánto hace
que no le doy una vuelta a la manzana?
Lo que me dio
por pensar es que, si bien nunca he dejado definitivamente de mi ciudad,
sí he ido saliéndome de ella, de algún modo largándome al permitir que
crezca mi ignorancia de sus incesantes transformaciones. No sé si a todo
el mundo le pase —me imagino que hasta cierto punto es inevitable, y
más en una ciudad con las dimensiones y los contrastes y las
dificultades de ésta—: lo que sí es que caer en la cuenta, ahora que
está por celebrarse el 470 aniversario de Guadalajara, me pudo un poco:
yo que me preciaba de conocer bien mi ciudad, y cuál: no tengo la menor
idea.
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 9 de febrero de 2012.
Imprimir esto
0 comentarios:
Publicar un comentario