Creo que siempre conviene recelar de cualquier idealización de la
lectura, especialmente cuando se trata de hacerla ver como una actividad
«provechosa», y más cuando se dice que ese supuesto provecho redunda en
la mejoría del individuo y de su circunstancia. Por esto: aunque quepa
la posibilidad de que a esta actividad —privadísima, una experiencia
incomunicable mientras tiene lugar— se le atribuyan efectos benéficos,
como la adquisición de conocimiento, la afinación del juicio, la
apertura de rumbos nuevos para la imaginación, el discernimiento de las
propias emociones y la comprensión más completa de lo que uno es, ha
sido y puede llegar a ser (y el mundo con uno), e incluso aunque, a
cambio de éstos se le reconozcan otros efectos, no menos estimables,
como divertirse un rato, perder el tiempo, haraganear sin que parezca
que uno no está haciendo nada, ha de tenerse siempre en cuenta que la
lectura no sirve para nada, y no tendría por qué servir: que cada quien
se figure lo contrario es otra cosa.
Y es que la
lectura, precisamente, es cosa de cada quien, y cuando, acaso con las
mejores intenciones, se pretende asignarle propiedades virtuosas y
edificantes, y aun tan siquiera definirla como un placer del que no hay
razones válidas para abstenerse (ya no digamos, otra vez, cuando se le
atribuyen cualidades utilitarias y hasta redituables), en realidad está
pasándose por alto que quien lee lo hace porque puede, primero, y
enseguida porque quiere: porque, en ejercicio pleno de una libertad
personal y efectiva —aunque relativa, pues no siempre se puede leer lo
que uno quiere—, cada lector decide hacer eso con su tiempo, crea o no
que le va a «servir» de algo, y al tomar esa decisión se sustrae
automáticamente del tiempo en que viven los demás, ése donde hay que
trabajar, ser ciudadano y coexistir con los conciudadanos (empezando por
los que se supone que son «queridos»), ese tiempo que acaba donde mismo
para todos, y queda absolutamente solo, como solo ha nacido y solo se
va a morir. Quien se pone a leer desaparece.
Se
anunció, estos días, una nueva campaña promovida por un grupo de
empresas que buscan que sus empleados sumen dos millones 12 mil horas de
lectura en el año. Entre las razones aducidas para la ocurrencia,
llamada «Leer Más» —que puede conocerse por acá: www.retoleermas.com —
destaca ésta: «A través de la lectura se mejora la calidad de vida, se
eleva la productividad y se forjan competencias ciudadanas que
contribuyen al desarrollo y crecimiento de México». Pues bueno: como
gusten. Yo no sé distinguir aquí entre la ingenuidad de semejantes
presupuestos y la perversidad que entrañan al estatuir la
colectivización de algo que por definición concierne al individuo —y al
imponerle a la lectura un carácter coercitivo: al empleado que no cumpla
su cuota, ¿lo van a correr, será relegado?—: lo que sí sé es que
siempre quedará quien lea porque le da la gana. Y, como ha sido desde
siempre, eso bastará.
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 2 de febrero de 2012.
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1 comentarios:
Lo que sí es que leer es un placer. Y como tal el sexo también. Hago entonces un llamado a los empresarios a que lancen de igual forma el retocogermas.com
Baste decir que "a través de la cogida se mejora la calidad de vida, se eleva la productividad y se forjan competencias ciudadanas que contribuyen al desarrollo y crecimiento de México".
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