Cae mal, claro, ponerlo como generalización, pero es a lo que conduce la vivencia diaria de una ciudad frenética como ésta: impaciente, malmodosa, amenazadora, cruel, hostil y, en suma, cada vez más difícil de tolerar —y más que le vamos echando: vivir en Guadalajara va volviéndose sobrevivir, y sin embargo no parece que nos urja mucho remediarlo. Así que terminamos generalizando, pese a que pueda haber excepciones (y quizás sean lo que nos salva, finalmente). Es esto: una de las manifestaciones más odiosas de la incivilidad que prevalece en el trato cotidiano, y por la cual todo prójimo es un enemigo en potencia (o en acto, frecuentemente), es la aparente voluntad que tenemos de ensordecernos unos a otros, todos a la vez y haya o no provocación.
La moto tronadora, por ejemplo, cuyo imbécil tripulante va soñado, activando a cada acelerón las alarmas de los coches junto a los que pasa; la alarma inútil del coche cuyo imbécil propietario no aparece ni aparecerá sino hasta horas después de que haya comenzado a pitar (tampoco la policía aparece jamás, y por lo común tampoco hace falta un ladrón para que el coche aúlle: las alarmas están hechas para que los ladrones las desactiven o para que se disparen, histéricas, por cualesquiera otras razones); los camiones repartidores que se anuncian con sonsonetes enloquecedores; las agencias de coches, tiendas de muebles, boutiques o farmacias o lo que sea que sacan a la banqueta bocinas gigantescas con músicas repugnantes (y a veces ni música: nomás un mono gritando las ofertas); los restaurantes y bares con trovador o bichos parecidos; toda la música llamada «ambiental»; los coches cuyos imbéciles conductores van haciendo ostentación de la vulgaridad de sus gustos musicales; los camiones con escapes arreglados para que rujan, o con láminas que raspen el asfalto. Y, también, cada ciudadano mentecato que platica con su compañero de mesa —o por el celular, o en el súper, o mientras camina— queriendo que el mundo entero lo oiga...
No nos falta, pues, el ruido, y cuando parece haber espacio para el silencio, ya está el vecino cretino subiéndole el volumen a su fiesta. Y lo pienso ahora que supe de una convocatoria curiosa que está por lanzar la Fonoteca Nacional para que, a través de su página de internet (www.fonotecanacional.gob.mx), se vote por el sonido más bello de México. ¡Qué elección más difícil!, pensé primero, por la complicación que supone aislar los sonidos predilectos entre el estrépito imperante. Pero luego, inadvertidamente, la memoria me trajo una respuesta irresistible: para mí, el sonido más bello de México es el del carrillón electrónico de la Torre Latinoamericana, y eso por recuerdos de la infancia que asocio a sus campanadas de cada quince minutos y a la melodía de las seis de la tarde. Sólo de esos rumbos remotos he conseguido sacar el sonido por el que votaré; de Guadalajara, en este presente estruendoso y la sordera con que nos rodea, lo veo poco menos que imposible. ¿Alguna idea?
La moto tronadora, por ejemplo, cuyo imbécil tripulante va soñado, activando a cada acelerón las alarmas de los coches junto a los que pasa; la alarma inútil del coche cuyo imbécil propietario no aparece ni aparecerá sino hasta horas después de que haya comenzado a pitar (tampoco la policía aparece jamás, y por lo común tampoco hace falta un ladrón para que el coche aúlle: las alarmas están hechas para que los ladrones las desactiven o para que se disparen, histéricas, por cualesquiera otras razones); los camiones repartidores que se anuncian con sonsonetes enloquecedores; las agencias de coches, tiendas de muebles, boutiques o farmacias o lo que sea que sacan a la banqueta bocinas gigantescas con músicas repugnantes (y a veces ni música: nomás un mono gritando las ofertas); los restaurantes y bares con trovador o bichos parecidos; toda la música llamada «ambiental»; los coches cuyos imbéciles conductores van haciendo ostentación de la vulgaridad de sus gustos musicales; los camiones con escapes arreglados para que rujan, o con láminas que raspen el asfalto. Y, también, cada ciudadano mentecato que platica con su compañero de mesa —o por el celular, o en el súper, o mientras camina— queriendo que el mundo entero lo oiga...
No nos falta, pues, el ruido, y cuando parece haber espacio para el silencio, ya está el vecino cretino subiéndole el volumen a su fiesta. Y lo pienso ahora que supe de una convocatoria curiosa que está por lanzar la Fonoteca Nacional para que, a través de su página de internet (www.fonotecanacional.gob.mx), se vote por el sonido más bello de México. ¡Qué elección más difícil!, pensé primero, por la complicación que supone aislar los sonidos predilectos entre el estrépito imperante. Pero luego, inadvertidamente, la memoria me trajo una respuesta irresistible: para mí, el sonido más bello de México es el del carrillón electrónico de la Torre Latinoamericana, y eso por recuerdos de la infancia que asocio a sus campanadas de cada quince minutos y a la melodía de las seis de la tarde. Sólo de esos rumbos remotos he conseguido sacar el sonido por el que votaré; de Guadalajara, en este presente estruendoso y la sordera con que nos rodea, lo veo poco menos que imposible. ¿Alguna idea?
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 19 de agosto de 2010.
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