Lo dicho

Parece que sucede en automático: cuando alguien que se desempeña dentro del amplísimo espectro de la función pública se ve en la circunstancia de tener que pronunciar, explicar o incluso defender sus «líneas de acción» (sus estrategias, sus decisiones, los objetivos que persigue o afirma perseguir, y cómo para ello dispone del recurso material y humano), por lo general cuenta más la expresión de la convicción que la exposición de criterios. Y a veces solamente la convicción. Precisando: la necesidad de ostentar, ante todo cuestionamiento y como una suerte de vacuna contra las suspicacias, la certidumbre inconmovible de que el paso es firme y seguro, la visión clara, la marcha sostenida y el rumbo el correcto: la certidumbre o su apariencia, al menos: bastan algunas fórmulas y algunos ademanes de determinación. Es posible que se trate de una adaptación natural al medio, indispensable para la supervivencia: no hay funcionario que no tenga entre sus deberes el de exhibir aplomo y confianza en que lo que hace lo hace bien, seguramente con tal de que así nos parezca a quienes los escuchemos y a fin de procurarse simpatías y adhesiones —o, por lo pronto, para enfrentar el menor número de discrepancias posible. Pero de los criterios —las razones en las que se funda su actuar, con qué discernimientos y según quiénes se diseñan las políticas a su cargo— es poco lo que se llega a mostrar, y, por lo visto, más poco lo que importa. 
        Esto viene a cuento por un encuentro que sostuvieron ayer el secretario de Cultura de Jalisco, Alejandro Cravioto, y algunos integrantes de su equipo, con periodistas y editorialistas de Mural. Luego de escuchar el sucinto recuento que se hizo del trabajo de su dependencia en lo que va del sexenio, seguido por las previsiones para el trecho que falta recorrer y las respuestas a algunas preguntas (qué planes hay para el 2011, por ejemplo, en ocasión de los Panamericanos), yo quedé pensando en el escaso sentido que tiene esperar de los funcionarios algo más allá de cuanto evidencie, en los hechos, su propia labor (o la labor que dejen de hacer). Quiero decir: puesto que todo funcionario tiene que ser el mejor propagandista de sí mismo, y como para ello ha de presumir de llevar siempre el viento a favor —así tenga que sortear tempestades—, es difícil que sus dichos vayan más lejos del encomio de los propios logros, o bien del argumento siempre infalible de la crisis y la precariedad sempiterna como justificación para cualquier omisión o medianía. Sobre los criterios, poco o nada; y es con criterios que se trazan los presupuestos, por ejemplo, o se prefieren unas «líneas de acción» sobre otras (la prevaleciente comprensión de la cultura como atractivo turístico, o como reafirmación machacona de la identidad tradicional, antes que como apertura de una sociedad al mundo). Pero como dijo aquél: «Por sus frutos los conoceréis». Que no por lo que tengan a bien decir de sí mismos —que ya sabemos qué va a ser.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 12 de agosto de 2010.
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