«Es un silencio que no duerme: es insomne; inmóvil, pero insomne; y sin fantasmas. Es terrible: sin ningún fantasma. Inútil querer probarlo con la posibilidad de una puerta que se abra rechinando, de una cortina que se abra y diga algo. Está vacío y sin promesas. Si por lo menos se escuchara el viento. El viento es ira, la ira es vida. O nieve. La nieve es muda pero deja rastro, lo emblanquece todo, los niños ríen, los pasos rechinan y dejan huella. Hay una continuidad que es la vida. Pero este silencio no deja señales. No se puede hablar del silencio como se habla de la nieve». El mundo en suspenso, detenido en su mudez absoluta: lo único que es posible escuchar es el propio corazón: cómo se obstina en que existamos, aunque no quede muy claro por qué ni para qué. Ni de qué valdrían nuestras más íntimas y minúsculas batallas —las decisiones de cada momento, de todos los días— para que pretendamos, con el relato de su insignificancia y de nuestra pequeñez, irrumpir en ese silencio que nos contiene y misteriosamente nos tolera. Una mujer, por ejemplo, ante un ramo de rosas que duda si regalar o no a otra mujer; un gesto de cortesía —la mujer que duda y su marido están invitados a cenar a casa de la otra—, pero también muchísimo más que eso: esas rosas, en su perfección y su fugacidad, son exactamente lo mismo que la mujer que duda en regalarlas (y su marido lo constata cuando llega a casa y la descubre, sentada en la sala y en silencio: «Él sabía que ella había hecho lo posible para no tornarse luminosa e inalcanzable»): son ya una ausencia, una pérdida irreparable, una tranquila desaparición.
Reacias a las explicaciones o a las interpretaciones que busquen establecer sentidos por los cuales sea posible consignar la progresión puntual de sus historias, las imaginaciones narrativas de Clarice Lispector están fabricadas, por lo general, con la ardua materia de lo inefable. Y acaso de ello derive la calidad extrañísima de sus encantamientos: las formulaciones insólitas con que asigna contornos a emociones, sensaciones, destinos y estados de ánimo que nadie antes ha conseguido precisar. «Soy tan misteriosa que no me entiendo», se definió a sí misma alguna vez. Pero también dijo: «Siento una claridad tan grande que me anula como persona común y corriente. Es una lucidez vacía, ¿cómo explicarlo?, algo así como un cálculo matemático perfecto que, sin embargo, no se necesita. Y no entiendo aquello que entiendo». Como la mujer ante el ramo de rosas, como el silencio que las palabras apenas consiguen insinuar.
Firmante de una vasta producción de cuentos, novelas y crónicas en las que prevalece, por encima de sus misterios, una belleza siempre insospechable, Clarice Lispector fue concebida en Ucrania en 1920, cuando sus padres, judíos que huían de la revolución rusa, ya habían decidido emigrar a América. La niña nació mientras ya estaban en marcha, y poco más tarde, al llegar el viaje a su fin en 1925, quedaron decididas su nacionalidad y su lengua: el portugués brasileño. Estudió Derecho, pero no ejerció; muy joven comenzó a publicar sus primeros cuentos, y fue reportera de un diario en Río de Janeiro. Al contraer matrimonio con un diplomático comenzó a establecerse en los puntos que iban marcando la carrera del marido: Nápoles, Berna, Torquay (en el sur de Inglaterra), Washington... Hasta que se divorciaron, en 1959, y Lispector regresó a Río con sus dos hijos, donde continuó su trabajo periodístico y literario. Ya a los 23 años había publicado su primera, sorprendente novela, Cerca del corazón salvaje —en la que algunos quisieron ver resonancias de James Joyce, a quien la joven autora aún no había leído—, y para la década de los sesenta concitaba incesantemente la atención de la crítica y la devoción del público lector. En 1977, un día antes de cumplir 57 años, murió víctima de un cáncer fulminante.
A sus personajes, construidos sobre su soledad (y sobre la soledad de la autora), les son impuestos descubrimientos tremendos, el mayor de los cuales es el descubrimiento de ellos mismos: saberse vivos. Clarice Lispector no sólo es una escritora deslumbrante: es indispensable porque en sus cuentos y sus novelas asistimos, sin falta, a la pronunciación de nuestras más profundas razones: las palabras con las que el silencio envuelve a nuestro corazón.
Reacias a las explicaciones o a las interpretaciones que busquen establecer sentidos por los cuales sea posible consignar la progresión puntual de sus historias, las imaginaciones narrativas de Clarice Lispector están fabricadas, por lo general, con la ardua materia de lo inefable. Y acaso de ello derive la calidad extrañísima de sus encantamientos: las formulaciones insólitas con que asigna contornos a emociones, sensaciones, destinos y estados de ánimo que nadie antes ha conseguido precisar. «Soy tan misteriosa que no me entiendo», se definió a sí misma alguna vez. Pero también dijo: «Siento una claridad tan grande que me anula como persona común y corriente. Es una lucidez vacía, ¿cómo explicarlo?, algo así como un cálculo matemático perfecto que, sin embargo, no se necesita. Y no entiendo aquello que entiendo». Como la mujer ante el ramo de rosas, como el silencio que las palabras apenas consiguen insinuar.
Firmante de una vasta producción de cuentos, novelas y crónicas en las que prevalece, por encima de sus misterios, una belleza siempre insospechable, Clarice Lispector fue concebida en Ucrania en 1920, cuando sus padres, judíos que huían de la revolución rusa, ya habían decidido emigrar a América. La niña nació mientras ya estaban en marcha, y poco más tarde, al llegar el viaje a su fin en 1925, quedaron decididas su nacionalidad y su lengua: el portugués brasileño. Estudió Derecho, pero no ejerció; muy joven comenzó a publicar sus primeros cuentos, y fue reportera de un diario en Río de Janeiro. Al contraer matrimonio con un diplomático comenzó a establecerse en los puntos que iban marcando la carrera del marido: Nápoles, Berna, Torquay (en el sur de Inglaterra), Washington... Hasta que se divorciaron, en 1959, y Lispector regresó a Río con sus dos hijos, donde continuó su trabajo periodístico y literario. Ya a los 23 años había publicado su primera, sorprendente novela, Cerca del corazón salvaje —en la que algunos quisieron ver resonancias de James Joyce, a quien la joven autora aún no había leído—, y para la década de los sesenta concitaba incesantemente la atención de la crítica y la devoción del público lector. En 1977, un día antes de cumplir 57 años, murió víctima de un cáncer fulminante.
A sus personajes, construidos sobre su soledad (y sobre la soledad de la autora), les son impuestos descubrimientos tremendos, el mayor de los cuales es el descubrimiento de ellos mismos: saberse vivos. Clarice Lispector no sólo es una escritora deslumbrante: es indispensable porque en sus cuentos y sus novelas asistimos, sin falta, a la pronunciación de nuestras más profundas razones: las palabras con las que el silencio envuelve a nuestro corazón.
Publicado en Magis 417
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