Mirador espléndido de la catástrofe, pasarela subacuática desenraizada del fondo de un charco entrevisto en un sueño, o formulación voluntariosa de quien, fijo en su ir y venir invariable —tú, pongamos—, tiene sin embargo anhelos inconfesados de errancia, de fuga o de laberinto: estos pasadizos serpentean incesantemente sobre nuestra desatención y jamás están en el mismo sitio. Vas subiendo la rampa y no adviertes que del otro lado, lejísimos, estás bajando, ya que has cruzado. Hay un punto desde el que se aprecian, en un local de un segundo piso, las evoluciones ensimismadas de una clase de judo. Sí, bueno, el edificio está abandonado, con los cristales rotos, y el cielo lo atraviesa por el estómago, de modo que los yudocas —que así manda el diccionario que se escriba— deben estar muertos. El camino ondula, hay un fingimiento de bosque, junto a él un río, en el río un vapor y sobre la cubierta toman el sol y beben de vasos azules al menos tres de los numerosos hombres que no has sido, que ya nunca llegarás a ser. Cómo has de darte prisa. Podría venir una locomotora detrás de ti. No habría que pensar en palabras como intestinal, intestinos, colon o duodeno. Sigues describiendo la amplia parábola incompetente. Un papelito tirado, ¡ojo!, pero también la música que era una bicicleta —¿oíste que eran los audífonos de ese borrón velocísimo que pasó junto a ti?—, y también la base rota de una lámpara que alguien vino a tirar aquí, en tu camino, y los rayones de aerosol en los barandales, el sol poniéndose a tu derecha, a tu izquierda la ciudad reventada: ¿dónde estaba la Minerva? Traías, parece, un cartón de jugo de naranja en una mano —¿unas llaves para qué en la otra?—, si no por qué ese regusto ácido que te hace chasquear los dientes. Qué pronto olvidas las cosas. Reflujo, además. Agruras. Halitosis. El bulto que encuentras indiscutible de un tiempo acá en algún momento del esófago. Casi alcanzas la otra rampa, la que te depositará en tierra, pero apenas vas subiendo del otro lado, resollando, con el sobre de las radiografías bajo el sobaco. Tu cita era a la seis. Ya pasa más de media hora. Eres el bolo alimenticio que se desliza trabajosamente por este tracto. ¿Qué haces detenido? ¿Estás contando los dados? ¿Ves cómo su sombra se alarga? Has de atravesarla. Te va a tragar.
Publicado en KY núm. 8.
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