Faquir


Foto: Natalia Fregoso

Los territorios indispensables, para serlo, han de ser también incomunicables: la primera persona queda erradicada de ellos —o es más bien que se encuentra tan profundamente incrustada que es imposible distinguirla—, de modo que cuando nuestra perplejidad regresa a interrogarlos no devuelven sino razones multiplicadas para la incomprensión y el misterio. Pasa, por ejemplo, en este deslucido rincón donde no tendría lugar ninguna proeza, al que jamás asomaría las narices ninguna potencia del Universo, en esta luz quieta de ayer y mañana que dibuja con desgano la forma idónea del tedio: meramente aquí, con esta planta y estas bancas, frente a estos aparadores —locales donde sucede qué, cómo diablos saberlo: en uno vendían ropa, alguna vez, y acaso en otro funcionó o funciona una casa de cambio—, y de espaldas a toda variante ridícula del entusiasmo o la ira: aquí, cualquier mañana en que habría que estar atareándose en la proliferación laboriosa de lo común, en lugar de dar preferencia a la inconspicua ocurrencia de uno mismo en la averiguación de nada (o no nada, tampoco: cuántos coches negros pasan en el transcurso de una hora, por ejemplo, para emprender desde esa constatación el cálculo acucioso de un vaticinio igual de insignificante: cuántos pasarán en la hora siguiente, pongamos). Aquí, pues, en este punto que en este instante puede estar siendo barrido de toda imaginación —fácil, pues nunca habrá quedado registrado en ninguna—: aquí hay indicios innegables, por irreconocibles que sean, de algo que con toda la inconsecuencia del mundo cabe bien llamar raptos fugaces de eternidad. Porque, vamos a ver: qué podía pasar aquí: nada: justamente nada. El ámbito inmejorable para el faquir que siempre he tenido en mente: venía en un libro titulado Personajes increíbles (la portada la ilustraba el tosco dibujo de una muchacha cíclope, y acaso no sea imposible dar con él, en alguna librería de viejo, o en internet, pero me rehúso: es condición de todo tesoro que sea irrecuperable); en un trance místico, el faquir elevó un brazo al cielo y así se quedó, por semanas que sumaron meses y años, hasta que algún pajarraco llegó a establecer su nido en la palma abierta.
    Aquí debería estar ese faquir.

Publicado en la revista KY núm. 9
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1 comentarios:

Anónimo dijo...
19 de octubre de 2009, 17:09

Que nostalgia de hacer nada, caray. O de encontrar esos espacios en donde no pasa nada... Porque ya no cualquiera se topa con ellos.

Qué crees? yo tengo ese libro también! deshojado parcialmente y con manchas de algún otro dueño, lo compré en el cultural hace unos años. Siempre digo datos curiosos de ese libro y nunca nadie me cree. ¿Qué tal el del hombre que tenía dos caras y lloraba por sus ojos traseros? Invaluable...

Saludos desde acá en Barcelona! ttsss y te debo 100 pesos...

Ricardo Quirarte