Feria y feria

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Lo que más me hace ilusión de la FIL de este año: Los Lobos.

Al anunciar el programa de actividades que se tiene previsto para la próxima edición de la Feria Internacional del Libro, sus organizadores fueron enfáticos al pormenorizar los motivos de que se hubiera invitado a la ciudad de Los Ángeles para cumplir este año el papel de invitado de honor. Varios de esos motivos son razonables, desde luego: el peso innegable de esa metrópoli como capital mundial de muchas cosas, como punto de encuentro (no siempre armonioso) de incontables culturas y, evidentemente, los insoslayables vínculos que sostiene con México. De acuerdo: puede que, por la cantidad de paisanos que residen allá, haya que pensar en ella como la segunda ciudad mexicana más importante. Total, que independientemente de las conveniencias políticas que supone corresponder así a la avanzada de la UdeG allá (de ahí que, por ejemplo, la Cátedra Cortázar venga a tener como ponente al Alcalde Villaraigosa: ¿por qué no a Schwarzenegger, de una vez?), el interés de la presencia de Los Ángeles en la FIL está justificado; a mí me entusiasma, incluso, que vayan a venir Los Lobos, o que Ray Bradbury llegue a participar (así sea vía satélite, al menos, porque el viejo —me he dado cuenta de que muchos ignoraban que sigue vivo— por lo visto ya no está como para que lo zarandeen). Pero pienso —ah, la memoria maldosa—: ¿no era también emocionante que viniera Italia, el año pasado? Y qué pasó: que su desempeño como invitado de honor fue más bien decepcionante y, como ha ocurrido en tantas otras ocasiones, quedó sofocado por un programa atiborrado de naderías y frivolidades. La delegación angelina, como se anuncia, suena muy bien; otra cosa es que llegue a lucir efectivamente (provechosamente para el público, quiero decir) en una feria que se ha convertido en un tumulto ensordecedor y agobiante que gira alrededor de los mismos figurones de siempre. Hace poco estuve en la Feria Internacional del Libro de Monterrey, y claro, entre los actos más concurridos estaban los celebrados en torno a personajes como Carlos Fuentes o José Emilio Pacheco; el primero, acá, presentará su nueva novela, y al segundo le harán un enésimo homenaje. ¿Para qué? Son como un circo ambulante, que viaja de feria en feria repitiendo sus números gastados —y, por eso, perfectamente prescindibles.
    Una cosa interesante: en esta FIL, según dijo Nubia Macías, su directora, se pondrán creativos para que la gente pueda comprar libros. ¡Vaya! Habrá un espacio donde las editoriales concentrarán sus ediciones de bolsillo, y, el viernes de la feria, una venta nocturna. Veremos, calculadora en mano, qué tan ciertos serán los descuentos, porque luego sucede que las ventas al público, misteriosamente, son lo que menos parece importarle a la gemebunda industria editorial que se la pasa quejándose de sus precariedades y acude cada año a exponer los mismos títulos a precios ridículamente elevados. Ánimas que de verdad la FIL, trabajando como está en crear lectores, vea por el bolsillo de éstos. Si no, qué chiste tiene.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el 29 de octubre de 2009.

Homenaje

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El Poeta, en el momento en que francamente llegó a estar hasta la madre de tanta fiesta.

El Poeta está sentado en la escalinata de acceso a la Feria. Lo rodean varios bultos: bolsas estampadas repletas de papeles, libros, pósters, camisetas, folletos... porquería y media. Es la tardecita, y un gentío entra y sale y pasa al lado del Poeta. Como que quiere llover. Él, colgado del pescuezo el gafete reglamentario —no se es quien se es en una Feria sin esos cencerros coloridos, si bien el del Poeta tendría que ser al menos plateadito—, fuma dos cigarros y medio que le duran menos que el hartazgo que lo tiene ahí. Los faldones del saco —reglamentario también— se le van a llenar de polvo, se le va a arrugar el asiento del pantalón, cuando se levante va a quedar desfajado; encima, con el aironazo está desmadrándosele el copete. Acaso no importe tanto: malo que se nos acatarrara o que ya no pudiera ponerse en pie (por la reuma). Una señora gorda, y también despeinada, se le deja ir: el Poeta la escucha declararle su fervor. Enseguida, un señor se acerca y desplaza a la gorda para suministrarle al Poeta un bulto más: claro, es un libro: de ésos que llaman «de autor», es decir, algo que el señor en cuestión hizo imprimir con sus propias inspiraciones, pues —ya lo estamos oyendo cómo se identifica— él también es poeta (nomás que sin mayúscula). Hay unos preparatorianos rondando, pero no se animan a acercarse; por fin, la más aventada le pregunta al Poeta (el señor ya se retiró) si los deja hacerse una foto con él. Se la hacen. El Poeta los despide dándoles la mano. Una parejita, luego: él pide un autógrafo, ella se muerde las uñas y medio se chivea. El Poeta, no lo habíamos dicho, está acompañado por su Esposa (una Periodista que sale en la Tele), quien desempeña un papel de guarura y ujier: es la que ve el reloj, la que voltea nerviosamente hacia la entrada de la Feria, pero también la que entretiene a los nuevos fervorosos que esperan turno. Cuando el Poeta va a la mitad del tercer cigarro, ella se pone en pie, comienza a cargar bultos, le acerca otros al Poeta, lo agarra del brazo y lo hace levantarse también. Él se palpa los bolsillos del saco, ella saluda a más fervorosos, avanzan trabajosamente (la reuma) hacia el ingreso a la Feria, todavía los entretiene un impertinente más, que no sólo quiere foto, sino además un abrazo: el Poeta se deja hacer, balbucea algo, su Esposa está ya francamente apurada, al fin se encarreran. Cruzan la exposición de libros, alguien ha venido ya a encaminarlos —algún Funcionario comedido y parlanchín—, y llegan al cabo al salón, gigantesco, atestado y sofocante (al Poeta se le empañan los anteojos, casi se tropieza con los preparatorianos tirados en el suelo). Es el tercer o cuarto o vigésimo Homenaje que le hacen al Poeta en los últimos meses (por qué: sólo porque cumple años y la cifra es redonda), y ya lo esperan en el estrado sus Amigos, que lo festejarán cubriéndolo de linduras. Está podrido. Pero también aquí agradecerá y leerá sus Poemas y tendrá que hacerse el Chistoso. Y así será en la siguiente Feria.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 22 de octubre de 2009.

Trastornos

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El traxcavo que va y viene, viene y va, aquí cuando empezaban las obras enigmáticas.
Foto: Notisistema

¿Alguien, por favor, es capaz de explicar de modo verosímil (ya no pedimos verdades, que no las saben dar: por lo pronto nos conformaremos con cuentos que siquiera sean creíbles) qué propósito tienen las obras inacabables en dos cuadras de Avenida Chapultepec? Por tres sábados seguidos, yo he dado en aplastarme en un café de ahí a ver cómo el traxcavo escarba una y otra vez en el mismo sitio, para luego rellenar el agujero y vuelta a empezar. En serio: al menos hasta la semana pasada, la maquinaria arrastraba la tierra de un lado a otro, y de regreso, sin que fuera posible advertir que la obra avanzara. Aunque no quede del todo clara la razón de esos trabajos, que la calle haya estado destripada durante tanto tiempo obedece a una causa evidente: la incompetencia del Ayuntamiento tapatío, incapaz —o eso hay que suponer— de sacar bien las cuentas. En la nota al respecto publicada por Mural el pasado lunes, se lee que la intención era cambiar el asfalto y subir el nivel del arroyo a la altura del camellón, a fin de crear una suerte de plaza para cuando hubiera actos culturales ahí. Pero, claro, el dinero presupuestado se acabó (o sea que no estaba presupuestado, o al menos no correctamente), de tal modo que la avenida quedará dispareja, con sólo los carriles del lado poniente «arreglados». Pensaban —ojalá eso sí lo hayan hecho— arreglar el drenaje y las tuberías de agua potable, pero además ocultar el cableado (nomás en esas dos cuadras: ¿para qué?), cosa que ya no se hará. «Estimo, sin comprometerme», farfulló Ricardo Oliveras Ureña, director de Obras Públicas, «que en octubre estaré tratando de terminar Chapultepec». Y pues no: no la va a terminar, pues el plan original no era éste. Pero, además, ¿no tiene un jefe, este funcionario elusivo, que lo obligue a hacer su chamba a tiempo, y bien? Es una pregunta ociosa, desde luego: el flamante Alcalde interino y fugaz tendrá, aparte de los dineros mal contados, más apuro porque las poquitas semanas que le restan en el cargo pasen lo más rápido posible.
    Los disparates de esas dos cuadras (aunque también las que supuso la remodelación —más bien innecesaria, y al cabo superflua— del camellón) son, por lo visto, la puntita de un grano más gordo y apestoso, que puede reventar muy feamente. El proyecto de una cosa horrenda que se llamará (porque se va a hacer, seguro) Horizontes Chapultepec, y en función del cual parecen estar las intervenciones que se realizan en la zona. Ya se demolió una casa con valor patrimonial, y la construcción del complejo habitacional, que incluirá un centro comercial (como si a Guadalajara le faltaran más), pese a las irregularidades que se le han señalado, es imparable. Eugenio Arriaga, director de Cultura del Ayuntamiento, dijo hace poco en una entrevista radiofónica que con el cierre parcial de Avenida Chapultepec se ha demostrado que si no pasan vehículos por ahí «no se trastorna la ciudad». ¿No? Bueno: ya se ingeniarán —y están en eso— para que sí se trastorne. E irremediablemente.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 15 de octubre de 2009.

Faquir

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Foto: Natalia Fregoso

Los territorios indispensables, para serlo, han de ser también incomunicables: la primera persona queda erradicada de ellos —o es más bien que se encuentra tan profundamente incrustada que es imposible distinguirla—, de modo que cuando nuestra perplejidad regresa a interrogarlos no devuelven sino razones multiplicadas para la incomprensión y el misterio. Pasa, por ejemplo, en este deslucido rincón donde no tendría lugar ninguna proeza, al que jamás asomaría las narices ninguna potencia del Universo, en esta luz quieta de ayer y mañana que dibuja con desgano la forma idónea del tedio: meramente aquí, con esta planta y estas bancas, frente a estos aparadores —locales donde sucede qué, cómo diablos saberlo: en uno vendían ropa, alguna vez, y acaso en otro funcionó o funciona una casa de cambio—, y de espaldas a toda variante ridícula del entusiasmo o la ira: aquí, cualquier mañana en que habría que estar atareándose en la proliferación laboriosa de lo común, en lugar de dar preferencia a la inconspicua ocurrencia de uno mismo en la averiguación de nada (o no nada, tampoco: cuántos coches negros pasan en el transcurso de una hora, por ejemplo, para emprender desde esa constatación el cálculo acucioso de un vaticinio igual de insignificante: cuántos pasarán en la hora siguiente, pongamos). Aquí, pues, en este punto que en este instante puede estar siendo barrido de toda imaginación —fácil, pues nunca habrá quedado registrado en ninguna—: aquí hay indicios innegables, por irreconocibles que sean, de algo que con toda la inconsecuencia del mundo cabe bien llamar raptos fugaces de eternidad. Porque, vamos a ver: qué podía pasar aquí: nada: justamente nada. El ámbito inmejorable para el faquir que siempre he tenido en mente: venía en un libro titulado Personajes increíbles (la portada la ilustraba el tosco dibujo de una muchacha cíclope, y acaso no sea imposible dar con él, en alguna librería de viejo, o en internet, pero me rehúso: es condición de todo tesoro que sea irrecuperable); en un trance místico, el faquir elevó un brazo al cielo y así se quedó, por semanas que sumaron meses y años, hasta que algún pajarraco llegó a establecer su nido en la palma abierta.
    Aquí debería estar ese faquir.

Publicado en la revista KY núm. 9

Tracto

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Mirador espléndido de la catástrofe, pasarela subacuática desenraizada del fondo de un charco entrevisto en un sueño, o formulación voluntariosa de quien, fijo en su ir y venir invariable —tú, pongamos—, tiene sin embargo anhelos inconfesados de errancia, de fuga o de laberinto: estos pasadizos serpentean incesantemente sobre nuestra desatención y jamás están en el mismo sitio. Vas subiendo la rampa y no adviertes que del otro lado, lejísimos, estás bajando, ya que has cruzado. Hay un punto desde el que se aprecian, en un local de un segundo piso, las evoluciones ensimismadas de una clase de judo. Sí, bueno, el edificio está abandonado, con los cristales rotos, y el cielo lo atraviesa por el estómago, de modo que los yudocas —que así manda el diccionario que se escriba— deben estar muertos. El camino ondula, hay un fingimiento de bosque, junto a él un río, en el río un vapor y sobre la cubierta toman el sol y beben de vasos azules al menos tres de los numerosos hombres que no has sido, que ya nunca llegarás a ser. Cómo has de darte prisa. Podría venir una locomotora detrás de ti. No habría que pensar en palabras como intestinal, intestinos, colon o duodeno. Sigues describiendo la amplia parábola incompetente. Un papelito tirado, ¡ojo!, pero también la música que era una bicicleta —¿oíste que eran los audífonos de ese borrón velocísimo que pasó junto a ti?—, y también la base rota de una lámpara que alguien vino a tirar aquí, en tu camino, y los rayones de aerosol en los barandales, el sol poniéndose a tu derecha, a tu izquierda la ciudad reventada: ¿dónde estaba la Minerva? Traías, parece, un cartón de jugo de naranja en una mano —¿unas llaves para qué en la otra?—, si no por qué ese regusto ácido que te hace chasquear los dientes. Qué pronto olvidas las cosas. Reflujo, además. Agruras. Halitosis. El bulto que encuentras indiscutible de un tiempo acá en algún momento del esófago. Casi alcanzas la otra rampa, la que te depositará en tierra, pero apenas vas subiendo del otro lado, resollando, con el sobre de las radiografías bajo el sobaco. Tu cita era a la seis. Ya pasa más de media hora. Eres el bolo alimenticio que se desliza trabajosamente por este tracto. ¿Qué haces detenido? ¿Estás contando los dados? ¿Ves cómo su sombra se alarga? Has de atravesarla. Te va a tragar.

Publicado en KY núm. 8.

Las Fiestas

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La única foto del Tío Carmelo que existe en este universo malagradecido.

Hará más de veinte años, o por ahí, que no voy a las Fiestas de Octubre. Puedo afirmar que, hasta que súbita y deliberadamente interrumpí la costumbre, acudí todos los años, e incluso que sin falta me asomé en cada ocasión al desfile inaugural. Cada octubre apelmazado en esa memoria lejana es la sucesión de las mismas impresiones, con sólo una variación decisiva, de naturaleza topográfica: primero el Parque Agua Azul, luego el Auditorio Benito Juárez. De ahí en más, las Fiestas eran —y, malamente, quiero creer que seguirán siendo— la monótona reiteración de las mismas expectativas siempre defraudadas (o cumplidas, ahora ya no sé): la idea de que se trataba de una feria, seguida por la suposición de que las ferias son para divertirse, y al final, invariablemente, la constatación de que no había habido tal diversión.
    Imagino, desde luego, que si las Fiestas de Octubre siguen celebrándose ha de ser porque para mucha gente resulta divertido ir y hacer lo que ahí se hace: comer alguna cochinada, comprar alguna chuchería, ver a algún cantante chafa, subirse a los juegos mecánicos y, si el entusiasmo lo exige y el presupuesto lo facilita, entrar además al palenque. De aquí se sigue que el acedo soy yo, que ignoro cómo pasarla bien en una suerte de tianguis donde podría comprar un calentador solar, un aparato para rallar verduras, un llaverito de la Coca-Cola o un gigantesco balero de madera; como además los juegos mecánicos me dan náuseas y terror, las morelianas me figuro que saben a cartulina y no tengo previsto ver jamás El Show de Barney ni a Lagrimita y Costel... Aunque una cosa sí recuerdo que me hacía esperar, con ilusión infantil, la llegada de las Fiestas: que sólo ahí probaba, una vez al año, la nieve del Parque Morelos —con lo sencillo que habría sido ir, mejor, al Parque Morelos—: de ahí en más todo era calorón, gentío y mucho, mucho ruido.
    Internet, vengo de comprobarlo, está lejos de saberlo todo, y es que me ha sido imposible dar ahí con ninguna información acerca del Tío Carmelo (algunos ingratos sólo atinan a definirlo como «un Tío Gamboín tapatío», infundio horrible porque el Tío Carmelo era, en su exotismo incalculable, mucho más memorable que el otro). La buscaba para averiguar cuándo se nos adelantó, y para sacar así cuentas de cuándo habrá sido la última vez que lo vi en el desfile inaugural de las Fiestas de Octubre. Sí hallé, en cambio, en el sitio web de éstas (pobre, malhechón y según el cual el tema esta vez será «Carnavales del Mundo», lo que sea que eso quiera decir), un peculiar listado de atractivos, en cuyo primer lugar dice «Excmo. Monseñor Juan Sandoval». En serio. Más adelante se lee «Juegos mecánicos», y, abajito, «La Señora Zarate» (así, sin acento). Otros son «Pista de hielo», «El Chico Elizalde», «La Incontenible Banda Astilleros», «Kikín Fonseca», etcétera. Es decir: por si me hacía falta, un buen puñado de razones para no dudar ni por un momento que este año tampoco iré —lo que, de seguro, no me pesará.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 8 de octubre de 2009.

¡Orejitas!

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Contentota, la mujer, no sólo de ir así, sino además de que le saquen fotos...
 
Cuáles, cuáles, cuáles pueden ser las razones que lleven a alguien a colocarse en la cabeza una diadema con unas orejitas de gato. Cuáles las que lleven a ese alguien a ir así por el mundo, con las orejitas puestas. Cuáles las que lo hagan completar el atavío con una cola peluda amarrada a la altura —claro— de las nalgas. Cuáles las que le infundan, mientras va así por el mundo, un aire alegre de satisfacción y hasta de orgullo. ¡Orejitas, en serio! Y cola... Aunque, ahora que lo pienso, estoy dando por hecho que cola y orejitas son de gato: igual eran de mapache o de koala o de alguna variedad odiosa de perrito puqueque... La incapacidad de articular bien las ideas es natural consecuencia del estupor, como se ve. Lo que quiero decir es esto: acabo de descubrir que hay individuos, de un sexo u otro, por lo visto felices de adornarse así como vengo diciendo. Y no son los más insólitos.
    Entiendo esto: los individuos que vi con esas trazas —jóvenes la mayoría, pero no faltaban varios labregones que bien podrían tener hijos en la prepa— habrán estado participando en alguna competencia, sobre todo los que pusieron más denuedo en la confección de su estampa: algunos con pupilentes colorados, muchos con pelucas, varios con botas aparatosas, metralletas de plástico, alambres por todos lados, vendajes, alitas, maquillajes multicolores, prendas de toda laya cortadas a medida, palos, guadañas, abanicos gigantescos... incluso uno se hizo una especie de espada con un burro de planchar. Sus modelos, puesto que se trataba de una exposición comercial de todo cuanto hay en torno al mundo del cómic, habrán procedido —sigo queriendo entender— de historietas, dibujos animados, películas y demás: héroes, supongo, que han venido a reemplazar al Hombre Araña, a Batman o a cualquier otro personaje de antaño (ni arácnidos ni murciélagos había ahí, ni nada parecido). También de libros: los harrypottercitos y los vampiritos infaltables... Pero había otros que no parecían participar en el concurso, y que nomás iban así por puro gusto: emulando a los ídolos de esos universos hipersexualizados, violentísimos, estridentes y francamente horrendos que tienen que ver —supongo— con palabras japonesas —supongo— que me dicen muy poco (manga, anime y así). 
Lo fácil sería admitir que estoy envejeciendo: que entre el mundo y yo ha comenzado a reventar la grieta que se convertirá en barranco insalvable, y que mis ansias de comprensión ya tendré que ir canjeándolas cada vez más frecuentemente por los berrinches y los balbuceos que apenas sabré oponer a la mera ocurrencia del presente. Estar en esa celebración supuso una inmersión profunda en una deprimente perplejidad: no sólo me di cuenta de que nada sé sobre las tribus urbanas que ahí deambulaban, sino que tampoco tengo ninguna gana de saberlo. Y no tiene mucho caso resistirse, supongo: ya he admitido que, si llego a anciano, habré de ser todo lo ideático y necio y maledicente que pueda, mientras Diosito me dé licencia.


Detalle: la víctima mortal de un Wolverine... ¿Así iría este camarada en el minibús, con el pobre Elmo ensartado?


Yo me espanté y le dije a Vero: «Ya valió madre, ya llegaron los zetas». Pero no: ella fue y vio que era un vale disfrazado, con su Uzi de plástico, de algo de Resident Evil... Luego me espanté más: ¿por qué Vero sabe esas cosas?


¡Harry Potter tiene un nuevo amiguito!


Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 1 de octubre de 2009.