La actuación del Estado en cuanto se refiere a la cultura es un tema problemático para quienes trabajan en cada uno de esos ámbitos: se asume, con toda naturalidad, que los funcionarios (en funciones o en potencia: los candidatos que aspiran a desempeñarse en cargos de elección popular, o quienes aspiran a que los ocupantes de dichos cargos los designen: los ganosos) han de prestar atención a la cosa cultural, realizar acciones que la estimulen, la promuevan o, por lo menos, le permitan existir, y por ello hay dependencias específicas: secretarías, oficialías, institutos, etcétera. Por otro lado, también parece perfectamente normal que los actores de la cultura (creadores, intérpretes, promotores y demás) esperen del Estado que les allane el terreno, que les facilite recursos, que los ampare (dándoles chamba, incluso) y, en suma, que los atienda. Así es como se entiende que deberían marchar las cosas, por lo menos en México, y unos y otros, del modo que sea, lo aceptan (o los funcionarios, al menos, fingen aceptarlo cuando les conviene). Pero debajo de este entendimiento tácito está la cochina realidad, que asoma a la primera oportunidad —es decir: siempre.
Por una parte, la comprensión que los funcionarios (o los candidatos, o los ganosos) tienen de la cultura y de lo que les corresponde hacer por ella está, invariablemente, configurada por una acumulación histórica de malentendidos. Por más que alardeen de su supuesto interés en esta rama de su función —particularmente en tiempos electorales, cuando necesitan hablar bonito y ser optimistas y fantasiosos respecto a todo—, por mucho que les guste lucir en ocasiones en que la cultura es sinónimo de glamour y buena onda, lo cierto es que el asunto les importa un pepino, y a veces con razón: por qué tendrían que estar perdiendo el tiempo un Presidente, un Gobernador o un Alcalde en la inauguración de una exposición, digamos, o en una premiación, si mientras tanto el país está reventando a balazos. Si llegan a ocuparse de la cultura es más bien porque ven en ella una variante (poco rentable) de la actividad turística, o bien una mera forma de surtir entretenimiento, por ejemplo en los actos masivos que se hacen pasar por expresiones de una cosa llamada «cultura popular». Se acuerdan del tema sólo cuando es inevitable, y le destinan recursos ínfimos: pocos dineros y más poca imaginación.
Por otro lado, las expectativas que los actores de la cultura ponen en la operación de la burocracia cultural suelen estar desencaminadas y tener efectos perniciosos: no digamos lo ilusorio que es esperar del Estado que provea o mime a quienes se acercan a él: tampoco cabe confiar ni siquiera en que opere con un mínimo de buen sentido y, al menos, deje de estorbar. Pero se espera y se confía, y el resultado es la precariedad y la pachorra incurables.
Ahora los candidatos, en estas páginas, están lanzando sus consabidas necedades en la materia. Las revisamos la semana que entra, ¿no?, si otra cosa no pasa.
Por una parte, la comprensión que los funcionarios (o los candidatos, o los ganosos) tienen de la cultura y de lo que les corresponde hacer por ella está, invariablemente, configurada por una acumulación histórica de malentendidos. Por más que alardeen de su supuesto interés en esta rama de su función —particularmente en tiempos electorales, cuando necesitan hablar bonito y ser optimistas y fantasiosos respecto a todo—, por mucho que les guste lucir en ocasiones en que la cultura es sinónimo de glamour y buena onda, lo cierto es que el asunto les importa un pepino, y a veces con razón: por qué tendrían que estar perdiendo el tiempo un Presidente, un Gobernador o un Alcalde en la inauguración de una exposición, digamos, o en una premiación, si mientras tanto el país está reventando a balazos. Si llegan a ocuparse de la cultura es más bien porque ven en ella una variante (poco rentable) de la actividad turística, o bien una mera forma de surtir entretenimiento, por ejemplo en los actos masivos que se hacen pasar por expresiones de una cosa llamada «cultura popular». Se acuerdan del tema sólo cuando es inevitable, y le destinan recursos ínfimos: pocos dineros y más poca imaginación.
Por otro lado, las expectativas que los actores de la cultura ponen en la operación de la burocracia cultural suelen estar desencaminadas y tener efectos perniciosos: no digamos lo ilusorio que es esperar del Estado que provea o mime a quienes se acercan a él: tampoco cabe confiar ni siquiera en que opere con un mínimo de buen sentido y, al menos, deje de estorbar. Pero se espera y se confía, y el resultado es la precariedad y la pachorra incurables.
Ahora los candidatos, en estas páginas, están lanzando sus consabidas necedades en la materia. Las revisamos la semana que entra, ¿no?, si otra cosa no pasa.
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 7 de mayo de 2009.
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