Yo lo veo así: las felicidades que uno sea capaz de encontrar en la FIL dependen de tener el ánimo bien dispuesto para el hallazgo. Este propósito, combinado con la paciencia indispensable para sobrevivir a las muchedumbres, garantiza que al final de estos nueve días uno haya merecido al menos una sorpresa grata, una anécdota memorable, una razón para regresar al año siguiente.Hoy que la FIL comienza, mi sola preocupación es aprovechar la presencia de António Lobo Antunes. Pero también, de seguro, acabaré asomándome a ver las alabanzas a Carlos Fuentes (el hombre es como el Rey del Cabrito o como el Chololo —el de la birria—: no hay famoso que no quiera tomarse una foto con él). Acaso empiece a curiosear en lo que traiga la numerosa delegación de desconocidos italianos... Por cierto: ¿a nadie se le ocurrió organizarle un homenaje a Raffaello? ¡Sí, el restaurantero que salía en la tele hace siglos! Si alguien ha estrechado los vínculos entre Italia y México ha sido él.
Por lo demás, estoy resuelto: no voy a comprar libros en la FIL. Es más: mi propósito es que la feria termine sin que se haya añadido un solo volumen a mi biblioteca. Si me regalan uno, se lo doy a un prójimo. La razón es simple: los libros son tan obscenamente caros que —ingenuo de mí— he creído razonable boicotear así a la llorona industria editorial.
Publicado en la columna «¿Tienes feria?», del suplemento perFIL, en Mural, el sábado 29 de noviembre de 2008.
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