A la medida de sus aspiraciones como escritor, en correspondencia con un ambicioso proyecto vital al que ha consagrado su inteligencia como novelista (La Edad del Tiempo es el nombre de ese proyecto), y también según puede comprobarlo quien eche un vistazo a las estampas del grueso álbum donde posa en las inmediaciones de los grandes y/o los poderosos (de Luis Buñuel al rey de España, de Lázaro Cárdenas a Susan Sontag, de Julio Cortázar a Bill Clinton: éste, lo ha contado el autor, le dio la idea para una novela), Carlos Fuentes ha llegado a ser una presencia ineludible en la comprensión de la cultura mexicana. Apenas tiene algo que decir, sea en un artículo publicado simultáneamente en varios periódicos o sea en el discurso que dé al recibir uno más de los incontables galardones que atestan su curriculum, invariablemente concita la atención y, por lo general, desata las ovaciones. No se diga cuando aparece un nuevo libro suyo. Así ha venido siendo desde hace décadas, y ahora, que ha cumplido la octava de su edad y acaba de debutar como libretista de ópera, dicha atención ha conducido a la celebración de un amplio homenaje nacional, al tiempo que las editoriales se han apresurado a poner en circulación casi la totalidad de su bibliografía en tirajes cuatiosos, incluido el de la edición conmemorativa de los 50 años de La región más transparente, promovida por la Asociación de Academias de la Lengua Española (honor que habían recibido, antes, el Quijote y Cien años de soledad). Es un escritor importante, qué duda cabe. Importantísimo.
Al margen de la espectacularidad con que ha pasado por esta vida, Carlos Fuentes puede ser también, para la comprensión de cada uno de los lectores que hemos frecuentado su literatura, un novelista a secas (y, en ocasiones, un ensayista atendible o un articulista pertinente, aunque también a veces todo lo contrario: un enjundioso descubridor de lo consabido): el autor de piezas, sí, indispensables, como La región... o La muerte de Artemio Cruz, pero también el firmante de irresponsabilidades históricas como Gringo viejo, de delicadas y estimabilísimas rarezas como Constancia y otras novelas para vírgenes, de lamentables despropósitos como Instinto de Inez, de empresas monumentales, desafiantes, fascinantes y repelentes a un tiempo, como Cristóbal Nonato o Terra nostra, o incluso de cierta inmejorable incursión en el género policíaco, como La cabeza de la hidra... «Tengo algunas mejores que otras», dijo en una entrevista reciente. «Algunas son como chicas muy bonitas. Otras son bizcas, tuertas o les falta pelo». (En esa pasarela, curiosamente, la «chica» más sexy ha resultado llamarse Aura, una breve historia narrada en segunda persona que tuvo la buena suerte de inquietar el celo moral de cierto secretario de Estado, a raíz de lo cual se convirtió en uno de los libros que más han intrigado a los adolescentes mexicanos).
Cosmopolita y galanazo, glamuroso (la leyenda reza que sólo puede escribir si está en su casa de Londres), poseedor de una admirable elocuencia, diplomático (con cargo en el servicio exterior o sin él) y siempre enfático —aunque rara vez polémico—, Carlos Fuentes consigue siempre subir a los trenes raudos que cruzan su tiempo, razón por la que quizás es el escritor mexicano más visible desde la muerte de Octavio Paz. Por tal visibilidad, ganada a lo largo de una vida de estupendas relaciones, es artículo de fe, en los más amplios sectores de la crítica y de la academia (y, vamos, en el de la política también), que la suya es una de las obras más relevantes de la literatura en español de los últimos 50 años —salvo, claro, para los académicos suecos, que por lo visto lo dejarán morir sin entregarle el Nobel. Pero todo esto, a la hora de la lectura, en realidad poco interesa: lo que cuenta, y él lo sabrá como el gran lector que también es, debe ser el íntimo hallazgo que cada libro suyo depare a quien lo quiera leer.
Al margen de la espectacularidad con que ha pasado por esta vida, Carlos Fuentes puede ser también, para la comprensión de cada uno de los lectores que hemos frecuentado su literatura, un novelista a secas (y, en ocasiones, un ensayista atendible o un articulista pertinente, aunque también a veces todo lo contrario: un enjundioso descubridor de lo consabido): el autor de piezas, sí, indispensables, como La región... o La muerte de Artemio Cruz, pero también el firmante de irresponsabilidades históricas como Gringo viejo, de delicadas y estimabilísimas rarezas como Constancia y otras novelas para vírgenes, de lamentables despropósitos como Instinto de Inez, de empresas monumentales, desafiantes, fascinantes y repelentes a un tiempo, como Cristóbal Nonato o Terra nostra, o incluso de cierta inmejorable incursión en el género policíaco, como La cabeza de la hidra... «Tengo algunas mejores que otras», dijo en una entrevista reciente. «Algunas son como chicas muy bonitas. Otras son bizcas, tuertas o les falta pelo». (En esa pasarela, curiosamente, la «chica» más sexy ha resultado llamarse Aura, una breve historia narrada en segunda persona que tuvo la buena suerte de inquietar el celo moral de cierto secretario de Estado, a raíz de lo cual se convirtió en uno de los libros que más han intrigado a los adolescentes mexicanos).
Cosmopolita y galanazo, glamuroso (la leyenda reza que sólo puede escribir si está en su casa de Londres), poseedor de una admirable elocuencia, diplomático (con cargo en el servicio exterior o sin él) y siempre enfático —aunque rara vez polémico—, Carlos Fuentes consigue siempre subir a los trenes raudos que cruzan su tiempo, razón por la que quizás es el escritor mexicano más visible desde la muerte de Octavio Paz. Por tal visibilidad, ganada a lo largo de una vida de estupendas relaciones, es artículo de fe, en los más amplios sectores de la crítica y de la academia (y, vamos, en el de la política también), que la suya es una de las obras más relevantes de la literatura en español de los últimos 50 años —salvo, claro, para los académicos suecos, que por lo visto lo dejarán morir sin entregarle el Nobel. Pero todo esto, a la hora de la lectura, en realidad poco interesa: lo que cuenta, y él lo sabrá como el gran lector que también es, debe ser el íntimo hallazgo que cada libro suyo depare a quien lo quiera leer.
Publicado en Magis
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