La obra

 
Este cartón de Rapé fue publicado en Milenio el lunes 3 de noviembre. Fue escalofriantemente premonitorio. Y del martes para acá se ha vuelto —no menos escalofriantemente— exactísimo.

La suspicacia no tiene tiempo que perder, y de ahí que pronto eche a patadas al estupor, al desconcierto y a la consternación —que, como la primera, tampoco sirven de mucho: a lo sumo para terminar mascullando las mismas, predecibles vaguedades e incertidumbres con que presenciamos cómo el país estalla. El discurso pronunciado por Felipe Calderón tras anunciarse el aparatoso deceso de su secretario de Gobernación fue, sí, la pieza que cabía esperar de la circunstancia: el inevitable martirologio, la infaltable hagiografía (nada como una muerte imprevista para lavar culpas), un poco de arenga y varios pasajes ya escuchados, en su boca o en la de otros: el gesto de presumible determinación, las supuestas convicciones, los empeños, etcétera. Pero una palabra hizo falta, y tanto que no fue difícil notarlo: la palabra «accidente». ¿Cómo, si no como un accidente, entendía Calderón en ese momento el avionazo espantoso?
    Al día siguiente, en entrevista tempranera en la tele, el secretario de Comunicaciones, Luis Téllez, daba pormenores de lo sucedido (también estuvo a su cargo una conferencia de prensa, abundante en datos técnicos), y al menos en dos ocasiones usó expresiones como «lo que es importante que el público conozca...», o «el público tiene que saber...». El público. O sea: el funcionario a quien corresponde suministrar la información oficial sobre un evento de indudable relevancia para la vida del país entiende que está ante algo que llama «el público»: no los ciudadanos, ni siquiera los mexicanos, vaya. Porque público hay en una plaza de toros, o delante de un mimo, o es la gente que va a la ópera o a ver a Niurka: no es como se le dice a una nación perpleja y horrorizada. Claro, lo más seguro es que no únicamente sea Téllez quien, en el elenco que encabeza el titular del Ejecutivo, piense en los destinatarios de sus palabras como una audiencia ante la que ha de representarse una compleja pieza: a quién corresponde desempeñar cuál papel, quién queda bajo los reflectores y quién permanece en la tramoya, cuáles han de ser los parlamentos, cuáles los movimientos en escena, qué tan espectaculares deben ser los efectos especiales (cómo han insistido en que hay expertos de varias nacionalidades —y por ello más confiables, hay que suponer— trabajando en la investigación del siniestro), cómo se ha de administrar el suspenso, la emoción, la conmoción y el desenlace...
    Lo peor es que no sólo el libreto es pésimo, sino que los actores son épicamente ineptos (y, cínicos, están sedientos de aplausos) y el teatro está cayéndose a pedazos; además la obra ya ha sido insoportablemente larga y no se ve para cuándo pueda acabar. El nuevo acto que empezó el martes —la maldita suspicacia: ni siquiera sabemos bien cómo, si con el avión envuelto en llamas antes de estrellarse o si fue lo que Calderón no dijo en su discurso, un accidente— no veremos en qué quedará, pues antes habrá comenzado otro, seguramente más espeluznante.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 7 de noviembre de 2008. 
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6 comentarios:

Gervasio Montenegro dijo...
7 de noviembre de 2008, 9:41

―Amigo de porte magro,
¿qué te trae a esta ciudad?
―Vengo a veces por cariño,
a veces por amistad...
Hoy vengo a que me respondas
cuándo hablamos de milagro,
cuándo de calamidad.
―Milagro es que viva el niño
que se ha perdido en las hondas
aguas de la suciedad.
En cambio, es calamidad
que resucite Mouriño.

Anónimo dijo...
7 de noviembre de 2008, 12:52

ay caramba! ta fuerte el cartón, ps que no eran super compas? chale

Yomera

Anónimo dijo...
7 de noviembre de 2008, 16:15

Yo estaba en una presentación como a un kilómetro del lugar del avionazo o poco menos. Nadie, ni por un momento, pensó tampoco que el hecho pudiera haber sido un accidente.

Semejante paranoia es un signo de cuánto depende aún nuestro pensamiento de la figura de Papá Gobierno (que da y quita, que lo controla todo, que en otros tiempos --decimos-- era de lo más apapachador), pero también es un efecto del modo en el que los poderes fácticos no dejan de aprovecharse de nuestra pachorra: en efecto hay cochinadas, en efecto hay tratos en lo oscurito...

Un abrazo.

Octavio Aguirre dijo...
7 de noviembre de 2008, 20:21

Yo nada más tengo una pregunta:

¿Y los testigos, apá?

Alejandro Vargas dijo...
8 de noviembre de 2008, 17:28

Que cartón tan fuerte! Si impresiona y al verlo dije, que manchados de ponerlo un día después del accidente...y oh sorpresa, fue uno antes.
Denso y lo que se avecina :S

Saludos!

Édgar Mondragón dijo...
11 de noviembre de 2008, 9:41

que dios lo tenga en fuego lento