Contagio

«La única forma, me parece, de abordar las novelas que escribo es pescarlas del mismo modo que se pesca una enfermedad», observó António Lobo Antunes en 2002. Un vértigo, una fiebre y sus alucinaciones, una prolongada inmersión en las oscuridades de la conciencia, una aglomeración de voces que hablan desde el recuerdo o desde el presentimiento, una espesura de desconsuelos y cansancios, de amores vencidos, de rencores y rabias, de anhelos pisoteados apenas han comenzado a brotar, de esperanzas desvalidas, de manos que se han soltado para siempre, de risas afantasmadas, músicas polvorientas, pasos, goteras, papeles, ventanas rotas, ramas secas, jaulas vacías, ropas o sábanas en las que acaso todavía llegue a pulsar débilmente la fragancia de alguna pérdida irrestañable, miradas largas y silenciosas y mandíbulas apretadas, carteras vacías, sudores, sonrisas inútiles y lastimosas, inyecciones, losas heladas, abrazos sobre el vacío, huidas y persecuciones, deudas insolubles, algún animal que se queja, un hombre que patina con elegancia sobre el hielo, una muchacha pelirroja en la sala de espera de un dentista y que repentinamente comienza a volar, interrogatorios, torturas, recriminaciones, dudas, resplandores sórdidos, viejos aterrados, locos incontables, las calles de Lisboa, un imbécil sostenido apenas por la adoración perruna que profesa a una jovencita diabética, taxistas maledicentes, pelucas y demencias y hospitales y policías y una hija nacida en la ausencia y un anciano ridículo que imita a Carlos Gardel y un muchacho heroinómano en coma y África y sueños de indecible belleza y penas que ni la extinción del universo entero podría terminar de remediar y, detrás de todo eso (o mezclado con todo eso, o por encima de todo), un murmullo de algo que quizás se parezca a la poesía y a la salvación, si no fuera porque se trata de nuestra propia voz que cobra forma en palabras que ninguno de nosotros habría sabido pronunciar.
Se dice, y quién sabe si todavía sea cierto, o si lo fue alguna vez, que António Lobo Antunes, médico psiquiatra, aún acude dos veces por semana a su consultorio en un hospital de monjas en la capital portuguesa (la ciudad a la que volvió, luego de servir en el ejército de su país en Angola, para escribir Memoria de elefante, donde un médico psiquiatra que ha servido en el ejército portugués, en Angola, regresa a Lisboa...). Ahí, en la blacura de ese consultorio, escribe. «Y si no escribes para ser el mejor del mundo, mejor no escribir», dijo en la entrevista publicada por Mural el pasado miércoles, luego de saberse que había ganado el Premio FIL (o Juan Rulfo, como el propio Lobo Antunes también parece preferir: ¿irán a enfurecerse los herederos del jalisciense por los elogios que el portugués vertió sobre la memoria del autor de Pedro Páramo en esa ocasión?). Es la noticia estupenda: lo que sigue es esperar que cunda el contagio y que muchos tomen sus libros y se dejen enfermar por su lectura. Es una de las cosas mejores que pueden sucederle a alguien en esta vida.

(Ya antes había puesto aquí otro artículo dedicado al portugués: si tienen paciencia, échenle un vistazo. Se llama «Ver a ciegas»).

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 12 de septiembre de 2008.
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2 comentarios:

Anónimo dijo...
12 de septiembre de 2008, 7:07

Cualquier parecido con la realidad es meeeeeeeera coincidencia ¿no creen? ¡Bravo por él!

Alejandro Vargas dijo...
22 de septiembre de 2008, 20:00

Ya tengo considerado conseguir algunos títulos de él.

Saludos!