Por fin está de nuevo funcionando el túnel de López Mateos y Las Rosas, ese ejemplo supremo de negligencia y malhechuras que, a poco de ser inaugurado, se descompuso y fue cerrado para su reparación. Durante meses, gracias a los funcionarios ineptos e irresponsables que estuvieron a cargo de la construcción de ese túnel, quienes circulamos habitualmente por ese rumbo —pero también quienes sólo en ocasiones han de transitarlo— padecimos los atorones del tráfico, y es seguro que al ir por ahí nadie se ahorró al menos un pensamiento de rencor al ver las obras, aparatosas y lentas, con que se estaba reparando el desperfecto. Cuando se acercaba el vencimiento del plazo que las autoridades se habían dado para la reapertura del maldito túnel (que, hasta eso, no se retrasó demasiado: apenas unos cuantos días), ya saboreábamos, ingenuos, la velocidad que recobraríamos al recorrer libremente esa vía, el tiempo que le bajaríamos a nuestros traslados, la felicidad sin par que supondría pisar el acelerador a lo largo de ese caño de nuevo útil, otra vez a nuestro servicio, dichosamente, y para toda la eternidad.
Abrieron, pues, el paso a los primeros vehículos, y pronto se vio que tanta alegría (los rencores habían sido olvidados, si hubo culpables ya nos daba igual) se desvanecería, irremediablemente, al descubrirnos atorados en el tráfico otra vez. El túnel de López Mateos y Las Rosas sólo sirve para llegar del embotellamiento de Plaza del Sol al embotellamiento de La Minerva, o viceversa, un breve tramo que recorreríamos más rápidamente a pie. Ahora las maldiciones hay que decirlas bajo tierra, mientras avanzamos a aceleroncitos y sólo para que más adelante nos atoremos otra vez. Y es que ya debería parecernos evidente —pero misteriosamente nos resistimos a ello, perseveramos en procurar una suerte de encantamiento, del todo improbable, que consiste en subir al coche y dar por hecho que éste podrá moverse—, ya deberíamos tener aprendido que, entre más vías se abran a los vehículos, más pronto éstos las atestarán: si hay coches es porque hay calles, y puentes, y túneles, y estacionamientos. Y mientras más calles se abran, más puentes se erijan, más túneles se excaven y más estacionamientos broten, más coches habrá. ¿Por qué? Porque todo coche (o su dueño, pues) entiende que le corresponde por derecho propio el espacio necesario para estar o para desplazarse (o para atorarse), y apenas dispone de ese espacio se apropia de él, en manada, y exige más, inagotablemente voraz e inconforme. Y como dicha exigencia, invariablemente, es satisfecha (la ciudad se desvive por abrirles más espacios a los coches), quienes así nos movemos creemos que así es como debe ser y seguimos, triunfales, al volante, encantados de correr a atorarnos en el tráfico otra vez. Para qué queremos transporte público, pensamos aunque no estemos dispuestos a admitirlo, si nuestros coches llevan la de ganar —aunque esa ganancia sea tan mezquina y tan inservible.
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Abrieron, pues, el paso a los primeros vehículos, y pronto se vio que tanta alegría (los rencores habían sido olvidados, si hubo culpables ya nos daba igual) se desvanecería, irremediablemente, al descubrirnos atorados en el tráfico otra vez. El túnel de López Mateos y Las Rosas sólo sirve para llegar del embotellamiento de Plaza del Sol al embotellamiento de La Minerva, o viceversa, un breve tramo que recorreríamos más rápidamente a pie. Ahora las maldiciones hay que decirlas bajo tierra, mientras avanzamos a aceleroncitos y sólo para que más adelante nos atoremos otra vez. Y es que ya debería parecernos evidente —pero misteriosamente nos resistimos a ello, perseveramos en procurar una suerte de encantamiento, del todo improbable, que consiste en subir al coche y dar por hecho que éste podrá moverse—, ya deberíamos tener aprendido que, entre más vías se abran a los vehículos, más pronto éstos las atestarán: si hay coches es porque hay calles, y puentes, y túneles, y estacionamientos. Y mientras más calles se abran, más puentes se erijan, más túneles se excaven y más estacionamientos broten, más coches habrá. ¿Por qué? Porque todo coche (o su dueño, pues) entiende que le corresponde por derecho propio el espacio necesario para estar o para desplazarse (o para atorarse), y apenas dispone de ese espacio se apropia de él, en manada, y exige más, inagotablemente voraz e inconforme. Y como dicha exigencia, invariablemente, es satisfecha (la ciudad se desvive por abrirles más espacios a los coches), quienes así nos movemos creemos que así es como debe ser y seguimos, triunfales, al volante, encantados de correr a atorarnos en el tráfico otra vez. Para qué queremos transporte público, pensamos aunque no estemos dispuestos a admitirlo, si nuestros coches llevan la de ganar —aunque esa ganancia sea tan mezquina y tan inservible.
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 26 de septiembre de 2008.
2 comentarios:
Sufrimos del mismo mal en mi rancho, Mexicali. Con el agravante de que cada familia tiene al menos dos carros: el del señor y el de la señora y si los hijos están en la prepa o la uni, entonces hay al menos un carro más. Y no importa el nivel socioeconómico, porque nuestra situación de frontera nos da acceso a cualquier chatarra por cuatrocientos, quinientos dólares. En consecuencia, además de los embotellamientos entre túnel y túnel, tenemos el aire más contaminado después del D.F. Y algunos días más que ése. ¿El transporte público? Existe. Para los jodidos, por supuesto.
Y que lo digas. Maldigo fuertemente cada vez que paso por ese tunel (lun-dom).
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