Por los efectos abruptos que causan en el ánimo, las réplicas de un gran sismo se viven con más espanto que el sismo en sí, aunque sean menores su intensidad y los estragos que provoquen, y sin importar que todo esté ya reducido a escombros: la primera sacudida de la tierra instauró violentamente el desastre; las siguientes lo confirman y refuerzan en nuestra desvalida inteligencia la certeza de nuestra odiosa vulnerabilidad.
Acaso sea una exageración decir que lo ocurrido en la Universidad de Guadalajara en los últimos días, el viernes pasado, concretamente, equivalga a un sismo: sigue habiendo, después de todo, clases y actividades académicas y otras no tanto, y conciertos en el Auditorio Telmex y burocracia y trabajadores y sindicatos y trámites y consejeros grillando y dos rectores que claman por la legalidad o la legitimidad, según convenga, y poderes oscuros e intrigas y especulaciones, y también investigadores que investigan, publicaciones que circulan, laboratorios en los que se labora, etcétera. Hubo, sí, una prolongada parálisis de las actividades universitarias que dependen de la informática para existir: cuánto tiempo estuvo «caído» el portal de la Universidad en internet, o interrumpidas las comunicaciones cibernéticas; pero, salvo esto, la amotinada celebración del Consejo General Universitario, el día 29, no extinguió la vida universitaria: si acaso llegó a volverla más tortuosa y lenta de lo que ya venía siendo. En tanto, claro, fueron proliferando las acusaciones, las denuncias y los vociferantes de uno y otro bando, se siguieron pagando desplegados de adhesión o repudio en la prensa y se convocó a una marcha que inmediatamente fue condenada (se sancionará, se dijo, a quienes acudan a ella). Y nada más. Todo mientras se esperaba —¿para qué?— la resolución final que la Justicia —según eso— habría de dar a la controversia legaloide suscitada por los procedimientos de defenestración y aclamación que tuvieron lugar ese viernes.
Sin embargo, en los ambientes universitarios prevalece la certidumbre de que las réplicas no tardarán en dejarse sentir. Ha sido tanta la rabia vertida, y son tan fétidos los miasmas que se respiran, que nada bueno puede esperarse razonablemente de cuanto ha venido sucediendo —y no sólo en los acontecimientos recientes, sino a lo largo de décadas—, por más que ya hubiéramos tenido que haber aprendido alguna lección. Y claro: por un lado están quienes son las figuras más visibles (o invisibles, es lo mismo) del miserable estado de las cosas en la Universidad de Guadalajara, y que urden ya sus desquites o sus reacomodos; por otro, los universitarios que presenciamos con inútil consternación sus procederes, que vemos cada vez más improbable la aspiración de tener una Universidad que, como quiere su lema, piense y trabaje, y que malamente dejamos que pase el tiempo en la espera de que vuelva a temblar y termine de desplomarse lo que aún queda en pie. Es muy deprimente. ¿Y qué?
Acaso sea una exageración decir que lo ocurrido en la Universidad de Guadalajara en los últimos días, el viernes pasado, concretamente, equivalga a un sismo: sigue habiendo, después de todo, clases y actividades académicas y otras no tanto, y conciertos en el Auditorio Telmex y burocracia y trabajadores y sindicatos y trámites y consejeros grillando y dos rectores que claman por la legalidad o la legitimidad, según convenga, y poderes oscuros e intrigas y especulaciones, y también investigadores que investigan, publicaciones que circulan, laboratorios en los que se labora, etcétera. Hubo, sí, una prolongada parálisis de las actividades universitarias que dependen de la informática para existir: cuánto tiempo estuvo «caído» el portal de la Universidad en internet, o interrumpidas las comunicaciones cibernéticas; pero, salvo esto, la amotinada celebración del Consejo General Universitario, el día 29, no extinguió la vida universitaria: si acaso llegó a volverla más tortuosa y lenta de lo que ya venía siendo. En tanto, claro, fueron proliferando las acusaciones, las denuncias y los vociferantes de uno y otro bando, se siguieron pagando desplegados de adhesión o repudio en la prensa y se convocó a una marcha que inmediatamente fue condenada (se sancionará, se dijo, a quienes acudan a ella). Y nada más. Todo mientras se esperaba —¿para qué?— la resolución final que la Justicia —según eso— habría de dar a la controversia legaloide suscitada por los procedimientos de defenestración y aclamación que tuvieron lugar ese viernes.
Sin embargo, en los ambientes universitarios prevalece la certidumbre de que las réplicas no tardarán en dejarse sentir. Ha sido tanta la rabia vertida, y son tan fétidos los miasmas que se respiran, que nada bueno puede esperarse razonablemente de cuanto ha venido sucediendo —y no sólo en los acontecimientos recientes, sino a lo largo de décadas—, por más que ya hubiéramos tenido que haber aprendido alguna lección. Y claro: por un lado están quienes son las figuras más visibles (o invisibles, es lo mismo) del miserable estado de las cosas en la Universidad de Guadalajara, y que urden ya sus desquites o sus reacomodos; por otro, los universitarios que presenciamos con inútil consternación sus procederes, que vemos cada vez más improbable la aspiración de tener una Universidad que, como quiere su lema, piense y trabaje, y que malamente dejamos que pase el tiempo en la espera de que vuelva a temblar y termine de desplomarse lo que aún queda en pie. Es muy deprimente. ¿Y qué?
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 5 de septiembre de 2008.
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5 comentarios:
Sin duda tienes razón. Habrá que esperar las réplicas del sismo. Aunque de antemano sabemos que, como en la batalla de Alien contra Depredador, gane quien gane, nosotros (los universitarios de pie) perdemos. No obstante, si algo bueno hay en todo esto, es que al final del día, el lumpenuniversitariado no necesita de bules pa' nadar, como decía mi tía abuela. A mí lo que me queda claro es que quienes vamos a trabajar a la Uni, a diario, somos más autónomos e independientes de lo que podría pensarse. Estamos más allá del bien y del mal (de las batallas en las que están enfrascadas las cúpulas). No queda más que, como reza el dicho, aprovechar el río revuelto y hacer gala de astucia para poner de relieve esa autonomía. Por lo menos, eso es lo que creo. Jeje.
I.
¡Adiós al rector depuesto!
El que se quedó en su puesto
más bien es recto dispuesto.
Qué manía de nomás estar buscando cómo chingar al otro.
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