Sorprende un poco que sorprenda tanto el ataque perpetrado contra la gente que fue a dar el Grito en Morelia. ¿No era de esperarse que algo así ocurriera de un momento a otro? Es cierto que la cosa fue horrible y tremenda, y que basta una sola víctima inocente —y acá fueron muchísimas— para condenar el hecho y para indignarse y condolerse. Y aunque no hubiera habido una sola víctima: aun si las granadas hubieran estallado sin dejar ningún estrago, aun si ni siquiera hubieran estallado y se hubieran limitado a rodar por el suelo, e incluso si ni siquiera hubiera habido granadas, sino apenas la intención de arrojarlas: de cualquier modo (y tuvo que ocurrir del peor modo) se trata de un crimen imperdonable y atroz. El caso es que el ataque, multiplicado por dos, tuvo lugar en medio de la multitud en un momento y un lugar muy significativos, que la desgracia despedazó a un puñado de civiles, que hay razones para la consternación y el duelo, y que la consecuencia más natural de lo sucedido es el miedo, seguido de cerca por la rabia —aunque es difícil que ésta pueda imponerse al primero, ya se verá.
Pero, dadas las condiciones de descomposición acelerada que imperan en el país, lo cierto es que un acontecimiento como el de la noche del 15 de septiembre tendría que ser comprendido no como algo absolutamente inesperado, sino como el resultado, si no previsible, sí predecible, del estado de guerra que se vive prácticamente en toda la superficie del territorio nacional. Parece por lo menos inverosímil pensar que nadie haya visto venir algo así. (Aunque quién sabe: tal vez, en efecto, nadie fue capaz de imaginar que la siguiente etapa de la violencia generalizada consistiría en la práctica del terrorismo, y eso, que la confusión y la negligencia impidan por completo saber ni siquiera dónde estamos parados, es seguramente peor). También es un poco sorprendente la reluctancia a admitir que México es la sucesión de numerosos campos de batalla y está bajo fuego cruzado: los medios, y no se diga las autoridades, se resisten a ello y con pudores y eufemismos improcedentes prefieren preservar siempre resquicios para hacer creer que sigue vigente la viabilidad de las instituciones y demás supuestos, cuando en realidad lo que prevalece es más bien la corrupción y el desorden y las divisiones que se multiplican y el recelo: ¿quién le cree al Presidente de la República, quién a sus adversarios, quién confía aún en los poderes Legislativo y Judicial? Pero también, y acaso esto todavía sea más asombroso (o no: es sabido que en tiempos de guerra la primera baja es la verdad), los ciudadanos somos misteriosamente reacios a aceptar lo que está ocurriendo: miles de ejecutados, la alta posibilidad de que un día nos toque una balacera camino al trabajo o a la escuela, la miseria que se cierne sobre lo inmediato, las granadas que todavía faltan por reventar... Y el tiempo que, mientras tanto —mientras nos toca—, somos capaces de perder discutiendo idioteces.
Pero, dadas las condiciones de descomposición acelerada que imperan en el país, lo cierto es que un acontecimiento como el de la noche del 15 de septiembre tendría que ser comprendido no como algo absolutamente inesperado, sino como el resultado, si no previsible, sí predecible, del estado de guerra que se vive prácticamente en toda la superficie del territorio nacional. Parece por lo menos inverosímil pensar que nadie haya visto venir algo así. (Aunque quién sabe: tal vez, en efecto, nadie fue capaz de imaginar que la siguiente etapa de la violencia generalizada consistiría en la práctica del terrorismo, y eso, que la confusión y la negligencia impidan por completo saber ni siquiera dónde estamos parados, es seguramente peor). También es un poco sorprendente la reluctancia a admitir que México es la sucesión de numerosos campos de batalla y está bajo fuego cruzado: los medios, y no se diga las autoridades, se resisten a ello y con pudores y eufemismos improcedentes prefieren preservar siempre resquicios para hacer creer que sigue vigente la viabilidad de las instituciones y demás supuestos, cuando en realidad lo que prevalece es más bien la corrupción y el desorden y las divisiones que se multiplican y el recelo: ¿quién le cree al Presidente de la República, quién a sus adversarios, quién confía aún en los poderes Legislativo y Judicial? Pero también, y acaso esto todavía sea más asombroso (o no: es sabido que en tiempos de guerra la primera baja es la verdad), los ciudadanos somos misteriosamente reacios a aceptar lo que está ocurriendo: miles de ejecutados, la alta posibilidad de que un día nos toque una balacera camino al trabajo o a la escuela, la miseria que se cierne sobre lo inmediato, las granadas que todavía faltan por reventar... Y el tiempo que, mientras tanto —mientras nos toca—, somos capaces de perder discutiendo idioteces.
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 19 de septiembre de 2008.
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3 comentarios:
Una vez, hará más o menos quince años, estaba yo comiendo con gente de mi familia en El Francés. De pronto se oyeron acelerones y corretizas de pick-ups, que uno entendía que iban por Arboledas, llegando a Lázaro Cárdenas, y en poco tiempo, ahí afuerita, comenzó el tiroteo. Los que pudimos nos tiramos debajo de las mesas; los que no podían o no querían agacharse, como mi abuelo Vicente, se quedaron muy sentaditos, como espectadores de un espectáculo que bien hubiera podido incluirlos a ellos en roles protagónicos, involuntariamente. La cosa es que, dos o tres minutos después de los últimos tableteos y ruidos de balazos, todos fuimos incorporándonos poco a poco y, lejos de tomarnos el pulso, lo que hicimos fue ordenar otro chiquihuite de tortillas (porque las anteriores ya se habían enfriado) y comentar lo sucedido, con ese tono heroico del que ve un pleito de bravucones o un choque de crucero y se pone luego a narrarlo con orgullo, hasta con arrogancia. La pregunta de los trece mil trescientos trece pesos, que dijera Pedro Ferriz, es la siguiente: ¿no estaremos irremediablemente anestesiados contra la violencia desde hace mucho tiempo, mucho más del que podemos imaginarnos, al grado que a la Revolución, por ejemplo, no le llamamos "guerra civil", ni logramos formarnos una idea cabal del 68, ni somos capaces de compadecernos de verdad por las víctimas de la guerrilla urbana y sus no menos activos adversarios de hace unas tres décadas? Y lo que aún es peor: ¿qué tal si lo que ahora está sucediendo en México no es una enfermedad, sino apenas un síntoma (tardío, para mayor horror de todos nosotros, que no sabemos horrorizarnos), la luz agonizante de una estrella que ya tiene milenios de haber muerto?
Son una pena estos acontecimientos. No quiero ni imaginar lo que puede pasar después, ya estamos en un extremo.
Sí, se sabía, pero igual cala hondo. México está como nuestro pariente cercano que yace en fase terminal en alguna clínica del IMSS: Tenemos la certeza de que pronto se nos irá, pero sigue sintiéndose un hueco cuando sabemos que ya se nos fue.
Slds!
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