Al margen

Supongo que, si sé quién era Jenni Rivera, es porque era inevitable: al caer por descuido en algún programa de televisión donde apareciera o la mencionaran, al pasar por alguna página de periódico que informara sobre ella y desplegara su foto. Sé también —o creo que sé— que su género era la «banda», noción que me excede, pues sería incapaz de precisarla si se me pidiera declarar en qué consiste: nomás sé que existe, que hay músicos que hacen eso y que hay gente que la oye (por ejemplo los homínidos que tripulan camionetas grotescas cuyo desplazamiento, siempre intimidante, por las calles de la ciudad lleva el acompañamiento característico de esos sonsonetes armados básicamente con tubas que bufan, platillos que estallan, alaridos de clarinetes y la vocecita gangosa, tipluda y no siempre afinada de alguien que imagino dando brincos o meneándose mientras lanza besos a las damitas). No ignoro que era llamada —y seguirá siéndolo: la posteridad es cuestión de motes— «diva», o «la diva» (o, más bien, «La Diva», y seguramente, más bien, «La Diva de la Banda»), ni tampoco que en últimas fechas su popularidad había tenido un empujón considerable gracias a su participación como «coach» (hasta eso sé) en el concurso de talentos La Voz México (creo que el título lleva puntos suspensivos). Famosísima, es natural que su muerte trágica haya tenido tal resonancia noticiosa, e imagino que deben ser multitudes los fans afilgidos por su pérdida.
No obstante todo lo anterior, reparo en que no podría reconocer ninguna canción suya. En la tele, estos días, me ha tocado ver fragmentos de actuaciones en que interpreta algunas piezas que reconozco (versiones, creo, de Pandora o de Vicky Carr, capaz que hasta de Marisela: no sé bien), pero nada más. ¿Cuáles serán sus grandes éxitos? ¿Qué habrá hecho singular su estilo, cuál habrá sido su mérito artístico más notable? ¿Se podría compararla con alguien? Independientemente de que no tendría más que aplicarme a hacer una investigación al respecto para remediar esta ignorancia, el hecho es que la tengo y que, dada la celebridad de la cantante, he llegado a suponer que es una ignorancia injustificable (sólo lo he supuesto: en realidad no lo creo). Y más: que confesarla es un atajo a la pedantería. Se vio en las redes sociales el día del avionazo: si alguien se atrevía a anunciar que desconocía a Jenni Rivera o se preguntaba por qué tanta consternación —o peor, si hacía algún chiste—, de inmediato era tenido por cínico o farsante. (Me acuerdo de una entrevista en que le preguntaron a José Luis Cuevas qué opinaba de Hugo Sánchez: respondió que no sabía quién era Hugo Sánchez, y a mí me cayó gordísimo). También me tocó leer insensateces como «¡Si así como lamentan la muerte de Jenni Rivera hubieran defendido su voto en las pasadas elecciones...!».
Lo tenemos más que sabido: cuando una estrella muere inesperadamente, y más si está en su apogeo, se la glorifica en automático. Pero ¿qué significará quedarse sin boleto para asistir a esa glorificación? Quizás esta cantante, como tantos otros exitosos del momento, haya sido fabricación del monstruoso aparato mediático y mercadotécnico que modela los gustos de los mexicanos, y quizás, por desconocerla, uno —por pedante que suene— pueda considerarse a salvo de esa homogeneización de la sensibilidad. Pero no deja de tener algo de alarmante descubrirse así, al margen, en la ignorancia de lo que, por lo visto, todo el mundo sabe.
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 13 de diciembre de 2012.

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