(Como ya es un fastidio andar viendo el retrato de Bryce por todos lados,
mejor pongo esta fotito).
Parece que hay tres finales disponibles
para el melodrama suscitado con la designación de Alfredo Bryce Echenique como
ganador del Premio FIL 2012. Uno, el que quizás sea más deseable, consiste en
que el peruano termine por declinar: un gesto que sería digno, y hasta
elegante, por cuanto significaría poner el respeto a las instituciones que
sostienen el premio por encima de cualquier interés personal. Cualquiera que
sea la situación legal de este escritor —va resultándole favorable, por lo que
él mismo afirma—, el hecho es que su nombre y su prestigio están al menos en
entredicho, y que vistas las evidencias de los plagios de que se le acusa —y
que Bryce ha llegado a reconocer, explicándolas como descuidos, en algún caso
imputables a su secretaria, pero sin disculparse jamás ni con sus lectores ni
con los autores agraviados—, también el prestigio del premio, y el de los
integrantes del jurado, va quedando preocupantemente maltrecho. (Tras la crisis
que atravesó el Premio Xavier Villaurrutia a principios de año, la renuncia de
Sealtiel Alatriste puede entenderse como la ocasión inmejorable para replantear
sus fines y sus mecanismos: qué honor tan dudoso habría acabado siendo en
adelante el Villaurrutia si Alatriste lo hubiera recogido).
El
segundo escenario, también deseable pero menos probable, es que la organización
del Premio FIl encuentre la forma de revertir su elección. En la carta abierta
que Sergio González Rodríguez publicó esta semana al respecto hay argumentos
para reconocer que no es imposible. El mensaje que las instituciones
convocantes enviarían, de rectificar así, sería de responsabilidad con la
tradición que la concesión de este galardón ha ido robusteciendo —aun cuando se
trate de una tradición algo dispareja, dados los altibajos en la calidad de las
obras de quienes lo han ganado, pero la historia de todo premio es más o menos
chipotuda.
Y el
tercero, el más seguro, es que Bryce venga, cobre y siga tan orondo,
recuperando, gracias a las astucias legales de su abogado, los montos de las
multas que la justicia peruana le ha hecho pagar. Que el dinero es algo que le
importa mucho, como se desprende de un correo electrónico que el crítico Julio
Ortega, integrante del jurado, hizo circular hace unos días, y donde constaba
una declaración de Bryce: «INDECOPI, la institución peruana que defiende los
derechos de autor, me ha devuelto con intereses la multa que me impuso». Ni una
palabra sobre su honorabilidad ni sobre la integridad de su obra, mucho menos
sobre su probidad intelectual y artística: lo que él pelea es que le devuelvan
la lana, y que no vayan a dejar de darle la que acaba de ganarse. (Ortega, su
escudero, envió el correo a «amigos» —los remitentes estaban a la vista; a mí
me llegó de rebote—, y, tras dolerse hablando de «sacrificios humanos»,
incurría en esta comparación: «El hecho es que nadie acusó a Gide de inmoral
cuando le dieron el Premio Nobel». De ese nivel está el juicio del jurado). El
melodrama sigue: ya veremos en qué para.
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 4 de octubre de 2012 2010.
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