Prohibido

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Suele decirse que el mejor modo de alentar la proliferación de cualquier cosa (mercancías, conductas, ideologías, arte) consiste en prohibirla: con impedir la libre circulación de algo, según este enfoque abusivamente simplificador, y más bien inservible, se da lugar al tráfico soterrado, ilegal y por tanto punible, y por tal razón ese algo se vuelve automáticamente más apetecible o codiciable: es más excitante conseguirlo, y las dificultades que deben sortearse para su obtención incrementan su valor simbólico o material. Así, el consumo de determinadas sustancias, por ejemplo, o bien la adhesión a determinadas formas de comprensión de la realidad, estarían explicados por el dudoso componente de emoción o aventura que hay en moverse al margen de la ley —sacándole la vuelta a las prohibiciones, desentendiéndose de las regulaciones y los controles que dan forma al Estado de derecho—; así, siempre desde este enfoque, la supresión de las tentaciones desembocaría en la erradicación de los males (aquí los defensores de la despenalización del consumo y tráfico de drogas invariablemente recuerdan el fin de la Ley Seca en Estados Unidos, si bien soslayan el hecho de que la mafia a cargo habrá mudado de giros, pero no se acabaron los borrachos).
        El tema, desde luego, es muchísimo más complejo, pero da la impresión de que el poder de la tentación —y, en consecuencia, el de la prohibición— está sobreestimado. Además: cuando una sociedad, como la mexicana, está intoxicada y neutralizada, ya no digamos por las drogas o el alcohol o la pésima alimentación, sino sobre todo por la ignorancia, el miedo, el agotamiento que acarrea la procuración de la subsistencia, la violencia en todos los ámbitos y la desconfianza, toda prohibición —sobre todo las emanadas de gobernantes ineptos, corruptos e impotentes— se vuelve irrelevante: ya bastante tenemos con que se nos prohíba vivir en paz, a salvo de las malevolencias y las estupideces que nos acechan en todo momento. Prohibiciones como la que ha enderezado el Gobernador de Sinaloa contra los llamados «narcocorridos» no pasan de ser meras ocurrencias, dictadas sólo por el afán de hacer creer que está haciéndose algo. (Y eso por no repasar la lista de cretinos, del tapatío César Coll para acá, que han buscado desterrar las minifaldas, los besos, la cerveza fría o las concentraciones de jóvenes, como aquel Tlajomulcazo famoso).
        Ignoro qué deba entenderse por «narcocorrido», pero entiendo que el término alude a un vasto género —para mí indiferenciado— de músicas detestables cuyas letras festejan las hazañas de delincuentes y ensalzan los modos de vida en las inmediaciones o en el corazón del narcotráfico. Son producto de una fascinación poderosa por un mundo difícil de comprender, y dan vida a una industria poderosa que no va a dejarse disolver por ninguna restricción. Aparte de eso, ¿no es un delito la apología del delito? Vaya prohibición inútil (pero qué no es inútil en este México ilegal): prohibir que se infrinja la ley.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 26 de mayo de 2011.

Emblema

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Foto: Mural

El nombre lo recuerda claramente: la razón principal de que, hace 12 años, se decidiera erigir la escultura gigantesca de Sebastián en la glorieta de las avenidas Lázaro Cárdenas y Mariano Otero, fue el afán de marcar así la llegada del tercer milenio a Guadalajara (o la llegada de Guadalajara al tercer milenio, quién sabe cómo entenderán estos «acontecimientos» los funcionarios que dicen dónde se ponen las cosas y que saben mejor que sus gobernados lo que hace falta y por qué). El 25 de marzo de 1999, Francisco Ramírez Acuña, Alcalde tapatío que para ese momento iba ya metiendo tercera para llegar a ser Gobernador, confirmó la noticia a Mural —desde París: se le daba mucho eso de las giras—, y por lo visto él entonces pensaba en una como puerta para la ciudad, erigida además en el entorno de una plaza: «Se llamará la Plaza del Tercer Milenio. Esta puerta en forma de arcos estará iluminada y se verá desde los principales puntos de entrada a la ciudad de Guadalajara», dijo, y quién sabe qué se figuraría en su cabecita loca. La nota de ese día consigna un buen puñado de ocurrencias que traían en mente el Alcalde milenarista y su maistro de obras Claudio Sáinz David: se proponían también encargarle obra —puertotas esculturales y monumentales, se entiende— a Juan Soriano, para la Barranca de Huentitán; a Fernando González Gortázar y a Julio de la Peña, y también mandar a hacer estatuas para honrar a la Enfermera, a Álex Lora y al Escuadrón 201, esta última en el Planetario Severo Díaz Galindo (en lugar de, por ejemplo, resanarle las goteras o desenzacatarlo tantito).
        De esos sueños, el único que se cumplió fue el de la estatua de Álex Lora, que sigue gritando su broncínea gloria en el Agua Azul. (Pero, ¿no se hizo con las llaves que donaron sus fans? ¿O ésa fue la estatua del Papa? Y, en tal caso, ¿cuál de las docenas de estatuas del Papa que hay por la ciudad?).
        Todo tapatío sabe, o debería, que los dichosos Arcos del Milenio iban a ser originalmente seis; son cuatro, y no hay razones para esperar que broten los dos faltantes. Es difícil saber si enriquecen, con su presencia incompleta, el paisaje en que se yerguen: es sabido que todo arte público, por horroroso que sea, termina engullido por su entorno, y los arcos llevan tanto tiempo pugnando por tenderse sobre nuestra desatención que se han vuelto prácticamente invisibles. Yo nomás me acuerdo de que existen cuando tengo que explicarle a un visitante fuereño la penosa y ridícula historia. O ahora que vino el mismísimo Sebastián para tener una expo en el Palacio Legislativo (¡cuenten bien las piezas, no vaya a faltar alguna!). En un alarde de agudeza, el escultor ha señalado que la falta de voluntad es la razón de que no se haya terminado su trasto. Pero vamos viendo: esos arcos, perpetrados por capricho, surtidero de discordia, caros, estorbosos, indefendibles y difíciles de explicar, ¿no son así, inacabados e inacabables por puras estupideces, el mejor y más elocuente emblema de esta ciudad?

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 19 de mayo de 2011.

Opiniones

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Porque el fundamento mismo de su existencia y de sus alcances está en su capacidad de multiplicar continuamente el número inconcebible de encuentros entre los individuos que lo habitan o lo atraviesan, internet es un espacio de naturaleza eminentemente inclusiva, que —al menos hasta el actual estado de cosas— funciona en la medida en que admite prácticamente a cualquiera que desee o deba ingresar: cualquiera, se entiende, que tenga modo de ponerse frente a una computadora y pulsar sus teclas para juntar las letras que, por lo menos, den la impresión de formar palabras, o tan siquiera bufidos o balbuceos. Lo único a lo que la red no sabe darle cabida es al silencio: cualquier cosa que éste signifique (como en la vida de este lado de los monitores: perplejidad, repudio, pasmo, desgana, desdén, ignorancia o simple y rotunda pereza), de aquel lado del teclado y la pantalla será, en el mejor de los casos, malentendido: callarse sólo equivale a haberse rendido, a largarse, a dejar de existir.
        Yo qué voy a saber: sólo supongo que en esa aspiración de colectividad total ha de radicar una de las virtudes mayores de ese espacio, construido y regido por las necesidades de sus usuarios —al menos en teoría, y es que estaría por verse hasta dónde las imaginaciones de éstos han sido frenadas, desviadas o disipadas por cuanto no convengan a alguien... que, desde luego, no conoceremos jamás. Pero lo que sí advierto es que de esa vocación «democrática», digamos, se desprenden algunas de las posibilidades más siniestras: por ejemplo que, por contar con una conexión, cualquiera tenga modo de diseminar sin restricción alguna su ignorancia, su estupidez, su odio o su malevolencia. Hablo en concreto de lo que ocurre siempre que se abre un foro para la «discusión» de lo que sea, y más precisamente a propósito de las informaciones que surte la ocurrencia del presente.
       Si bien las asambleas más o menos organizadas, cuyos participantes son de algún modo reconocibles o sus identidades susceptibles de ser descifradas (Facebook, Twitter, blogs o sitios que exigen registrarse antes de participar), también suelen estar infestadas de cretinos, alimañas o micos que se creen graciosos porque aprendieron a enseñar el trasero, lo que ocurre en las ristras de comentarios que siguen a la publicación de noticias va, sin falta, de lo espeluznante a lo nauseabundo: exabruptos, siseos, risotadas y gruñidos, martajados con sintaxis rudimentaria y espolvoreado todo con raticida. Se vio, por ejemplo, en las notas acerca de la marcha con Javier Sicilia, el fin de semana pasado, y quien quiera pasar un pésimo rato puede ir a cualquier periódico en línea y conocer los pareceres de muchísimos asnos al respecto. Pero pasa en todo foro (una vueltita al azar por YouTube, rápido). ¿Qué tiene en la cabeza quien, además, se da el tiempo de irrumpir así en la atención de los demás? Y no es sólo que lo que ahí se lee sea repugnante: también puede ser temible. Maldad en estado puro.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 12 de mayo de 2011.

Teclazos

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En la computadora tengo instalado un programita, inventado por algún bendito ocioso, que recrea el sonido de una máquina de escribir mientras voy tecleando: algo como chac, chac, chac para cada letra, tuc para la barra espaciadora y ting-prshhhh-chac para la tecla de retroceso (lo que equivaldría al arrastre en reversa del carro en que viajaba el rodillo con la hoja de papel, cuando se llegaba al final de un renglón —para eso la campanita, para avisar que ya no quedaba espacio— y había que accionar la palanca que liberaba dicho rodillo para que girara, al tiempo que iba recorriéndose de izquierda a derecha, y se pudiera pasar al renglón siguiente). Hace ya tiempo que me encontré ese programita en algún rincón de internet, lo descargué y comencé a usarlo: también por pura ociosidad, aunque de inmediato se activó con él un deleite irresistible, que me ha vuelto imprescindible el tableteo que acompaña los movimientos de mis dedos y la aparición de las letras en la pantalla, cualquier cosa que esté escribiendo —este artículo, por ejemplo, que surge de ese fondo sincopado y que gracias a él parece ir ganando una consistencia y una definitividad de las que yo no estaría tan seguro si las palabras fueran formándose en silencio, como se espera que las haga normalmente una computadora.
        En días pasados circuló, sin demasiado relieve, la noticia de que en Bombay cerraba la que sería la última fábrica de máquinas de escribir que quedaba en el mundo. (En realidad, esta compañía cesó la producción en 2009, y la semana pasada lo que se anunció fue que les quedaban apenas 200 unidades: veinte con el teclado en caracteres latinos y el resto con teclados en árabe). Quedaría por comprobar si en verdad ya nadie hace estos aparatos en algún otro lugar (máquinas mecánicas, se entiende: imagino, aunque no sé, si aún circulen las eléctricas), pero por la importancia simbólica de esta empresa —con la máquina de escribir Godrej despegó el desarrollo tecnológico en la India de Nehru—, el hecho es que ya estamos hablando de una especie extinta, que no parece haber razones para imaginar que pueda resucitar. Una vez más: la obsolescencia de lo que alguna vez nos resultó indispensable es la prueba de que vamos de salida de un tiempo y un mundo que acaso sólo consientan que los habitemos con nuestras nostalgias y nuestra necedad —como la mía con los ruiditos de mi teclado.
        Conservo en estupendas condiciones la máquina en la que aprendí a teclear (a escribir todavía no aprendo), y ahora no tengo más remedio que contemplarla con incredulidad, como la reliquia que ya es y que va volviéndose más inexplicable: ¡qué artefacto trabajoso, y qué esfuerzo exigía imprimir a cada golpe! Pero su música —también era la de la redacción del primer periódico en que trabajé: un concierto frenético sobre hojas de papel revolución—, y la emoción de sumergirse en ella, no habrá otra máquina que las pueda reproducir.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 5 de mayo de 2011.