Teclazos

 
En la computadora tengo instalado un programita, inventado por algún bendito ocioso, que recrea el sonido de una máquina de escribir mientras voy tecleando: algo como chac, chac, chac para cada letra, tuc para la barra espaciadora y ting-prshhhh-chac para la tecla de retroceso (lo que equivaldría al arrastre en reversa del carro en que viajaba el rodillo con la hoja de papel, cuando se llegaba al final de un renglón —para eso la campanita, para avisar que ya no quedaba espacio— y había que accionar la palanca que liberaba dicho rodillo para que girara, al tiempo que iba recorriéndose de izquierda a derecha, y se pudiera pasar al renglón siguiente). Hace ya tiempo que me encontré ese programita en algún rincón de internet, lo descargué y comencé a usarlo: también por pura ociosidad, aunque de inmediato se activó con él un deleite irresistible, que me ha vuelto imprescindible el tableteo que acompaña los movimientos de mis dedos y la aparición de las letras en la pantalla, cualquier cosa que esté escribiendo —este artículo, por ejemplo, que surge de ese fondo sincopado y que gracias a él parece ir ganando una consistencia y una definitividad de las que yo no estaría tan seguro si las palabras fueran formándose en silencio, como se espera que las haga normalmente una computadora.
        En días pasados circuló, sin demasiado relieve, la noticia de que en Bombay cerraba la que sería la última fábrica de máquinas de escribir que quedaba en el mundo. (En realidad, esta compañía cesó la producción en 2009, y la semana pasada lo que se anunció fue que les quedaban apenas 200 unidades: veinte con el teclado en caracteres latinos y el resto con teclados en árabe). Quedaría por comprobar si en verdad ya nadie hace estos aparatos en algún otro lugar (máquinas mecánicas, se entiende: imagino, aunque no sé, si aún circulen las eléctricas), pero por la importancia simbólica de esta empresa —con la máquina de escribir Godrej despegó el desarrollo tecnológico en la India de Nehru—, el hecho es que ya estamos hablando de una especie extinta, que no parece haber razones para imaginar que pueda resucitar. Una vez más: la obsolescencia de lo que alguna vez nos resultó indispensable es la prueba de que vamos de salida de un tiempo y un mundo que acaso sólo consientan que los habitemos con nuestras nostalgias y nuestra necedad —como la mía con los ruiditos de mi teclado.
        Conservo en estupendas condiciones la máquina en la que aprendí a teclear (a escribir todavía no aprendo), y ahora no tengo más remedio que contemplarla con incredulidad, como la reliquia que ya es y que va volviéndose más inexplicable: ¡qué artefacto trabajoso, y qué esfuerzo exigía imprimir a cada golpe! Pero su música —también era la de la redacción del primer periódico en que trabajé: un concierto frenético sobre hojas de papel revolución—, y la emoción de sumergirse en ella, no habrá otra máquina que las pueda reproducir.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 5 de mayo de 2011.
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1 comentarios:

Anónimo dijo...
21 de mayo de 2011, 19:45

Excelente texto. Me gustaría leer tu libro... pero estoy tan lejos.