Quizá la adolescencia sea el tiempo en que, por más desprevenidos que
nos hallemos, más sensible y más fértil sea nuestra capacidad de hacer
descubrimientos: sin la maravilla o la brutalidad de los que tienen
lugar en la infancia, sin la melancólica opacidad que les imprime la
madurez (esa forma de llamar al camino a la tumba), los descubrimientos
reservados a los primeros arrojos, a los primeros desvelos, a las
primeras turbaciones del alma y del cuerpo (recíprocamente culpables de
esos cataclismos íntimos: en la adolescencia se aprende, entre otras
cosas, a volverse secreto) contienen, al momento ya de acontecer, toda
la felicidad y toda la desdicha de que seremos capaces, y en su
remembranza estará indefectiblemente la más suficiente de las
explicaciones sobre nosotros mismos que llegaremos a ofrecer. “Estoy
soñando que escribo este relato”, declara un hombre a casi medio siglo
de distancia del día en que su padre lo llevó a Los Ángeles, a fin de
instalarlo en un instituto militarizado del sur de California, a la
orilla de un lago. “Las imágenes se suceden y giran a mi alrededor en un
torbellino vertiginoso”. La atmósfera de ese país que está a punto de
ganar la Segunda Guerra Mundial añade agitación a los recuerdos que
emergen y cobran forma en las palabras con que Salvador Elizondo
comienza a trazar los descubrimientos que haría en sus días como
estudiante en la Escuela Naval y Militar de Elsinore...
Para seguir leyendo, por acá, por favor: al nuevo número de la revista Magis.
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