Soy alérgico a las manzanas, pero entiendo que si encuentras un gusano en una, la impresión ha de ser horrible, y más si ya la mordiste. Y más si encuentras medio gusano. Pero todas las manzanas saben a manzana, y la cosa tiene remedio desechando la engusanada y aventurándose con otra. Además: una manzana no cuesta trescientos pesos. Con un libro, en cambio, el disgusto de encontrar una errata (una sola, aunque por lo general son colonias enteras diseminadas a lo largo de las páginas) es irreparable, pues así uno se haga de otro ejemplar, el desperfecto estará ahí, idéntico, estropeando la experiencia —a menos que haya forma de conseguir otra edición, o aguardar a la siguiente, y aun así será de temerse que haya, si no la errata en cuestión, sí otras, igualmente inesperadas y desagradables. Además: un libro sí cuesta trescientos pesos (o algo menos, pero no mucho, o más que eso, que siempre es muchísimo), y cualquiera que sea la cantidad desembolsada es suficiente para sentirse timado por haber adquirido un producto defectuoso, y encima no hay manera de que el daño sea resarcido por el fabricante: no va uno a la librería o a la editorial para que le cambien el ejemplar engusanado por otro limpecito.
Algún tiempo tuve la compulsión, neurótica e infértil, de ir corrigiendo sobre la marcha las minúsculas catástrofes que iba encontrando en los libros. Disparates ortográficos y puntuaciones erráticas, principalmente, y en las traducciones algunos términos que me saltaba a la vista que habían sido mal elegidos. Pero caí en la cuenta de que esa labor no sólo no me correspondía —las editoriales han de tener vigilantes a los que se pague por eso—, sino que tampoco rendía ningún beneficio, ni siquiera en el caso de que alguna vez releyera los pasajes enmendados: lo corregido seguía siendo incorregible, sobre todo por la certeza, más grande en la medida en que fuera encontrando más yerros, de que el libro estaba corrompido de origen: que un autor escriba con las patas puede no importar en absoluto si lo que escribe consigue rozar lo inefable aun a pesar de las fealdades o las inconsistencias formales (algo así decía Juan Carlos Onetti de Roberto Arlt), pero para que eso suceda hay editores y traductores y correctores: si ninguno de éstos fue capaz de contener el desastre, muy probablemente el libro haya sido desde el principio una porquería. Y por desgracia no siempre es así, desde luego: las erratas en los libros de Juan Rulfo, tanto en el Fondo de Cultura Económica como en Anagrama, son burradas de las que sólo cabe culpar a sus editores ineptos.
La otra razón de que renunciara a mi manía malsana fue percatarme de que la cosa no tiene fin: libros, periódicos, revistas, internet... Hasta a la tele le he manoteado cuando suelta alguna barbaridad. Se dice que no hay libro sin erratas, y quizás sea cierto. Pero eso no quita que cada una, por justificable que sea (y casi ninguna lo es), conste como evidencia de que están robándonos de lo lindo.
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 4 de agosto de 2011.
Imprimir esto
0 comentarios:
Publicar un comentario