Cantinflas

Acaso Cantinflas y su tiempo se expliquen recíprocamente de un modo tan completo que, conforme el siglo 20 mexicano va quedándonos más lejos, la figura del cómico y su éxito se vayan volviendo comprensibles sólo mediante la adopción de una perspectiva histórica que impone la exégesis de sus películas —y de la conducta pública de Mario Moreno, el personaje al margen de los personajes que interpretaba: ese señor de lentes verdes, cuello de tortuga y cigarro eterno— por encima del mero disfrute que originalmente buscaron promover. Y acaso eso suceda con todo hito cultural cuya significación excede sus propios límites, y que por tanto llega a convertirse en símbolo de una época o una realidad determinadas.
       Claro: habrá numerosos pasajes de las películas de Cantinflas que seguirán siendo divertidos siempre, sobre todo en aquéllas donde todavía no se declaraba del todo su afán de sermonear y chantajear sentimentalmente al público, o sea antes de que se propusiera que sus caracterizaciones tuvieran un efecto ejemplarizante en aras de nociones bastante sangronas de nobleza, sacrificio, civismo y acatamiento de la autoridad establecida (al final de El barrendero, por ejemplo, Napoleón Pérez García, en su uniforme anaranjado del Departamento del Distrito Federal, va con una secretaria a dejarle dicho al regente de la Ciudad de México —en ese momento Carlos Hank González—, que lo premió con una barredora: «Dígale al señor regente que es re-gente»). Aunque, en términos generales, su obra completa fue configurando una moral —desde la creación del pícaro menesteroso que siempre se sale con la suya y hasta el abandono paulatino de éste en favor del cartero, el patrullero, el bombero, el padrecito, el profesor, el diputado, el doctor: todos oficios relacionados la procuración del bien común y del servicio a la patria, incluido el cura revoltoso—, lo cierto es que conviene dejarse encantar por los hallazgos netamente artísticos del malabarista verbal, más allá de heroísmos y abnegaciones patéticas (el final de El extra, cuando Rogaciano se aparta humillado a comerse una lamentable torta, perdida la muchacha y las esperanzas de triunfar): la incoherencia como una forma suprema de la elocuencia y la astucia, y la gracia insuperable que así pudo alcanzar.
       ¿Qué hacer con Cantinflas? Ante todo, creo, soslayar los incontables lugares comunes que lo infaman (y que él mismo se ocupó de alentar: «Yo soy pueblo», le dijo en una entrevista a Jacobo Zabludovsky en 1967), y proponerse redescubrirlo como el creador virtuoso cuya originalidad y malicia llegaron a fructificar en momentos entrañables. Esto, claro, antes de que termine por volvérsenos del todo incomprensible, como el México que dibujan sus películas mejores (yo cuento entre éstas las más delirantes, como Un día con el diablo, El supersabio o El señor fotógrafo), y que ya no puede existir ni siquiera en la añoranza: cuando mucho en una forma más o menos feliz de la imaginación.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 11 de agosto de 2011.
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1 comentarios:

jmtomasena dijo...
12 de agosto de 2011, 19:32

En El barrendero también hay un discurso en una asamblea sindical que es propio del charrismo priísta más chafa.
Al final, por supuesto, don Napo convence a los barrenderos de que irse a huelga es una traición al pueblo...