Japón

El terremoto de Japón no sólo es uno de los más furiosos desde que se lleva la cuenta, sino que también debe de ser uno de los mejor registrados: por la superabundancia de cámaras de video que pueblan ese país hemos podido presenciar la devastación tal como fue vista por sus testigos directos, así como sus impresionantes secuelas, con tal detalle que algunas escenas parecen inverosímiles: la enormidad de las aguas que avanzan, sin detenerse jamás, y que hacen ver los edificios, los barcos, las carreteras, las fábricas, las casas y los extensos lotes de automóviles como piezas diminutas de una maqueta estropeada repentinamente, sin explicación y sin remedio. En otras imágenes, las tomadas de interiores de viviendas, oficinas, centros comerciales o estaciones de tren, se aprecia un singular equilibrio entre el terror más absoluto y la compostura o la procuración de algo parecido a la serenidad: el sobresalto, naturalmente, pero también, casi inmediatamente, la adopción de actitudes, posturas, semblantes incluso, que parecen querer someter el estupor inicial en pos de alguna buena idea para esos momentos urgentísimos: ¿hay que salir, hay que correr, hay que meterse bajo el escritorio, hay que sostener los estantes, los aparatos, protegerse de los vidrios que estallan? Escombros, aplastamientos, incendios, explosiones, vastas extensiones baldías, un mundo vuelto astillas, sus pobladores guarecidos en albergues donde el miedo hará el aire irrespirable, y, como siniestro telón de fondo, la nube malévola que se eleva desde la planta nuclear. Y los muertos que las aguas van dejando ver al retirarse.
        El terremoto de Haití, el año pasado, fue tan espantoso, entre otras razones, porque había ocurrido en ese país tan dolorosamente pobre. El de Japón es tan espantoso, entre otras razones, porque tiene lugar precisamente en Japón, esa región del mundo donde creíamos que se localizaba el futuro y uno de cuyos más confiables baluartes, el desarrollo tecnológico, se ha visto que no sirve de gran cosa a la hora en que todo empieza a crujir y a derrumbarse. ¿Qué iba a detener al mar?
         Luego del terremoto de Kobe, en 1995, Haruki Murakami publicó una colección de cuentos que, de algún modo, emergían de la catástrofe. En el titulado «Súper Rana salva a Tokio», una rana gigante (buena lectora, además: es aficionada a Dostoievski) convence a un gris empleado bancario de que juntos combatan al gusano descomunal que habita en las entrañas de la capital y que amenaza con sacudir toda su furia y destruirla. Es una historia delirante, pero acaso en eso radique su melancólico hechizo: luego de que la realidad se disloca con la brutalidad con que acaba de hacerlo en Japón, ni las fantasías más disparatadas son capaces de darle alcance. «El verdadero terror es el que los hombres sienten por lo que imaginan», recuerda la Súper Rana que escribió Joseph Conrad. ¿Qué imaginaron, qué imaginan los japoneses en estos momentos? No habrá literatura capaz de suponerlo.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 17 de marzo de 2011.
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