Varguitas

No sé a quién se la copié, o por qué me nació, la costumbre de fechar los libros. Quiero decir: rotularlos, en la primera página, con el mes, el año y el lugar en que los leí. A veces, claro, he hecho trampa, cuando no he terminado de leerlos; otras veces se me ha olvidado, y pasado algún tiempo hago memoria para consignar de cualquier modo esos datos, lejos de toda exactitud. Tampoco sé para qué sirva, como no sea para llevarse sustos como el que acabo de tener: en mi ejemplar de La tía Julia y el escribidor, el primer libro de Mario Vargas Llosa que leí, viene el garabato que lo fija en diciembre de 1988. Casi veintidós años. Ahora bien: pasado el espanto, lo que compruebo con la insospechada alegría de quien recupera un tesoro que ni siquiera sabía que estaba perdido, es que apenas voy recorriendo sus páginas (y no creo haber vuelto a hacerlo en todo este tiempo) es que inmediatamente resurgen, nítidos y como si fuera la primera vez, las voces y los rostros que mi imaginación confirió a esa novela que, ahora lo descubro, me resulta entrañable y ha sido memorable durante buena parte de mi vida, aunque nunca en realidad me hubiera acordado de ella.
    La concesión del Nobel de Literatura a Vargas Llosa, festejada ya por todos los rumbos del idioma español, ha sido tan sorpresiva, y al mismo tiempo tan poco sorpresiva, como todas las decisiones que esa entidad misteriosa que es la Academia Sueca ha tomado desde que los famosos premios existen. Los pronósticos que se hacen cada año, además de carecer de fundamento, están siempre desencaminados, de manera que el anuncio siempre es recibido con extrañeza y desconcierto, así sea evidente que el ganador debió serlo desde hacía tiempo, así sea una sombra borrosa por la que nadie habría apostado un cacahuate. (Lo que ocurrió este año con el paraguayo Néstor Amarillas fue de una crueldad inusitada: algún vivo lo cantó como «candidato al Nobel», cosa que no existe; muchos idiotas o muchos cretinos pescaron el anzuelo, y el tipo se volvió una celebridad: pronto tuvo a la prensa encima, escritores y funcionarios paisanos suyos se pronunciaron al respecto, se volvió una causa nacional, aun cuando sólo cuenta 30 años, es un perfecto desconocido, y por lo visto, un ingenuo monumental. Con todo, el caso despertó tanta curiosidad que en la Feria del Libro de Fráncfort los editores estaban peléándose los derechos de traducción de su obra).
    ¿Qué bueno que ganó Vargas Llosa? Sin duda: si pensamos que el premio realmente está concedido a su estatura literaria, como el gran novelista que es, como el ensayista que ha reflexionado a fondo e iluminadoramente alrededor del arte de la novela. Lo demás (el intelectual, el político, la estrella boquifloja que sabe ser) me tiene sin cuidado. A mí me gusta pensar en Varguitas, aquel joven escritor peruano de La tía Julia y el escribidor, muchos años después, enfundado en un frac y alzando la copa en Estocolmo, para brindar por la suerte que merecidamente le sonrió.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 14 de octubre de 2010.
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