Alatorre

A Antonio Alatorre lo fascinaban las supersticiones, y sin embargo tuvo la precaución de precaverse contra ellas una vez que le llegara el momento de adelantársenos: instruyó a sus seres cercanos para que, al hacer el anuncio del deceso, quedara claro que por voluntad del muerto no habría «velorio, ritos, ceremonias, homenajes ni ningún otro exorcismo». Alertado desde muy joven sobre los peligros que entraña todo fanatismo (esa mezcla explosiva de credulidad, ingenuidad e ignorancia), es fama que Alatorre pasó a temprana edad por el seminario, pero pronto salió pitando —si bien duró ahí lo suficiente para aprender latín, griego y francés, y a tocar el piano. La vida que lo esperaba y la carrera que seguiría estaban en el amor de las palabras —aunque también en el de la música, y quizás por eso su vocación definitiva fue la filología: la interpretación como una apasionada forma de sabiduría. Una vez dijo que una de sus palabras favoritas era «pendejaditas».
        Ensayista de gracia insuperable, además de un agudísimo lector y comentarista de poesía, traductor supremo (Gilbert Highet reconoció que la versión que Alatorre hizo de su libro monumental, La tradición clásica, lo había mejorado enormemente), avezado sorjuanista y profesor luminoso, este amigazo del alma de Juan José Arreola fue tenaz defensor de la lectura creadora por encima de toda superchería teórica, y de ahí que a menudo se viera enfrascado en sabrosísimas polémicas de las que siempre salía airoso por virtud de su vasta erudición, pero también por la puntería de su juicio (es memorable la que sostuvo con Jorge Ibargüengoitia en la revista Vuelta a propósito de la novela Los pasos de López). Y su triunfo máximo es ese libro fascinante que es Los 1,001 años de la lengua española. Esa breve carta que su hija envió a un periódico para dar a conocer su muerte, de una sequedad admirable (lo pienso porque en su económica y certera formulación se cifra lo inapelable de la muerte, pero también, discreta y conmovedoramente, la pena que supone), contiene también un consejo inmejorable: «A quien lo quiera recordar le pedimos que lea sus libros».

Hacia la FIL I
El programa de actividades de la Feria Internacional del Libro de este año se ve robustito e incluye varias presencias importantes: dos ganadores del Nobel (Vargas Llosa y Le Clézio), Antonio Gamoneda (uno de los más altos poetas vivos), un buen puñado de autores atractivos, incluidos algunos de los que trae Castilla y León, homenajes y recordaciones al por mayor (Monsiváis, y Saramago, claro, e incluso una recordación de Octavio Paz, con quien la FIL se desdeñó mutuamente hasta que el poeta se murió). Ah, y no podía faltar: Carlos Fuentes, a quien le ha dado por los vampiros, y que sostendrá una plática con Guillermo del Toro (para qué, no sé). ¿Qué va a hacer la FIL cuando Fuentes se muera? ¡Chin! ¿Y si es un vampiro, o sea un inmortal, y sigue viniendo por los siglos de los siglos?

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 28 de octubre de 2010.
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1 comentarios:

Víctor Cabrera dijo...
29 de octubre de 2010, 13:08

La muerte de Alatorre es, en el contexto de inopia y mezquindad intelectual que priva en México, una noticia realmente triste. Tuve la fortuna de editar uno de sus últimos libros y haberlo conocido de cerca es uno de esos grandes honores con que a veces nos premia la vida, tan generosa en infamias.
Por lo que respecta a Carlos Fuentes, él viene siendo la gran vedette de la FIL: la Tongolele de Mariano Otero.
Abrazo grande.