Obstinados

No son muy difíciles de encontrar las razones de que la industria editorial en México esté «como condenada a una crisis permanente», según dijo Diego Rabasa, de Sexto Piso, en el reportaje sobre cómo sobreviven los sellos independientes publicado el lunes en estas páginas. Muchas están a la vista: la escasez de lectores, y sus causas —entre otras el deplorable nivel de la educación en el país a lo largo de incontables años y los vicios que prevalecen y mantendrán esos niveles tan bajos, o más, a lo largo de muchos años más—; la precariedad de lo que pueda llegar a considerarse como una cultura del libro —cosa a lo sumo incipiente y, en todo caso, amenazada por numerosos malentendidos—; el retorcido papel que llega a jugar el Estado, cuando juega, en cuanto respecta a la viabilidad de esa industria —como deficiente promotor o como pésimo editor, o bien por su cortedad de miras, o por lo poco que conviene a los poderes en turno alentar que se lea más y mejor—; las injustas condiciones de competencia que orillan a todos los actores involucrados a la asfixia económica o, en el mejor de los casos, a sólo resollar a duras penas, etcétera. Pero hay otras razones que, con ser también evidentes, son más misteriosas, y conciernen al comportamiento de la propia cadena del libro, que muchas veces parece obstinarse en la reiteración de esquemas fallidos, como si por repetirlos fueran a surtir buenos resultados alguna vez. Un ejemplo (y sé que es burdo, y que un contador podrá venir con un bonche de argumentos para demostrarme por qué estoy en un error, pero igual seguiré sin entender): que los libros, que no se venden, se encarezcan cada vez más. Otro: que la distribución sea siempre un problema, y por lo general ineludible, que las editoriales parecen resentir sólo cuando ya no tiene solución (lo que conduce, como en los casos de las editoriales universitarias o estatales, a la producción ingente de mercancías que jamás estarán al alcance de sus posibles compradores, y que terminarán embodegadas o serán destruidas, para luego repetir el ciclo otra y otra vez).
        Felizmente, como se puede ver en el reportaje dicho, las editoriales independientes perseveran en su trabajo, y están al tanto de que han de explorar estrategias creativas para asegurar no sólo su subsistencia, sino también su crecimiento. Pero lo más importante es que, lejos de cualquier victimismo, tienen clara la importancia de esa obstinación en términos culturales, y así uno de sus puntos fuertes (y una garantía de su permanencia) está en publicar a autores (nuevos o no) que no gocen de la notoriedad mercadotécnica de los publicados por los grandes sellos: los lectores necesitamos a las editoriales independientes por eso, sobre todo. Y, además, por la excelencia de su trabajo —cómo da rabia que en un libro carísimo, pongamos que de Anagrama, ¡o de Siruela, que son los más descuidados!, brinque de pronto una errata (o muchas), fruto de la malhechura injustificable.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 1 de julio de 2010.
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