Al despertar
(El hijo del coronel, de David Ojeda. Tusquets, 2008)

Tres personas despiertan al mismo tiempo: la primera, un ex coronel de los Estados Unidos, en la cama de un hospital (alerta ante la presencia del enemigo, pero el enemigo lo lleva dentro, y le recrimina el silencio al que lo tuvo sometido durante toda una vida); la segunda, un médico alcohólico, que repasa melancólicamente sus pérdidas y la falta de arrestos a la que debe una vida que no quiso; la tercera, una joven mujer que se encuentra ingresando a su nueva vida, tras haberse resuelto a asumir la identidad que le había sido negada. Los tres tendrán, a partir de ese despertar, un encuentro en torno a un cadáver. Con sus historias (tres relatos, originalmente, que mostraron al cabo de un tiempo sus posibilidades de ensamblaje), el narrador potosino David Ojeda ha urdido una novela en torno a la violencia y a la imposibilidad del perdón.


Un mundo nos vigila
(El mundo de Pedro Ferriz, de Pedro Ferriz Santa Cruz. Diana, 2007)

Si Pedro Ferriz Santa Cruz no existiera, habría sido imperdonable no inventarlo. Esto, que entendieron bien Los Polivoces (pasa como con el Púas Olivares, que es más fácil recordarlo por la caracterización suya que hacía Enrique Cuenca), se corrobora echando un vistazo al índice de estas memorias: un surtido de temas absolutamente irresistible. Algunos ejemplos: «Mi amigo ‘el loco’», «Las bisabuelitas y los chaneques», «El pequeño remolino de luz pastosa de Cuernavaca», «Luis López llamó. ¿Pero cómo, si estaba muerto?» (es insuperable), «Día del verdadero padre», «Nacimiento de la física cuántica», «¿Qué vieron los astronautas del Apolo XI?», «Los presidentes que conocí», «Entrevista con Pedro Ferriz Santa Cruz» (en serio: se la hace Fernanda Familiar y él la reproduce, y es hilarante), «La paloma que se creía gaviota», «Otra paloma», etcétera. Viene con álbum de fotos, además. Un portento.


Memoria tapatía
(No me alcanzará la vida, de Celia del Palacio. Santillana, 2008)

Es indudable que el siglo 19 mexicano fue un tiempo propicio para el surgimiento de figuras épicas, y la parte de ese tiempo que correspondió a Guadalajara no fue la excepción. Una de esas figuras, Miguel Cruz-Aedo, escritor, militar y, ante todo, un idealista, ha sido rescatada por la autora de esta novela para desplegar una historia de emoción y de amor que tiende puentes entre el pasado y el presente de una ciudad a la que la literatura, misteriosamente, no le ha hecho gran justicia: con contadas excepciones, la ficción novelística se ha interesado muy escasamente por el pasado, el presente y el futuro de Guadalajara. Pero aquí, por lo pronto, hay la proposición de un viaje a la memoria tapatía (o a lo que debiera ser, y no es, la memoria de los tapatíos).


La intriga mayor
(Las amistades peligrosas, de Choderlos de Laclos. Mondadori, 2008)

Un clásico delicioso que, además del servicio inestimable que rinde a la imaginación —el recurso a la intriga como un estímulo poderoso—, recrea en la ensoñación una atmósfera de suyo fascinante: la del Siglo de las Luces. Además: según se lee en el «Prefacio del Redactor», «La utilidad de esta obra... creo al menos que es hacer un servicio moral al descubrir los medios que emplean los que tienen malas costumbres para corromper a los que las tienen buenas; y pienso que estas cartas podrán contribuir eficazmente a ese objetivo. También se hallará en ellas la prueba y el ejemplo de dos verdades... la una, que toda mujer que consiente en recibir en su círculo a un hombre sin costumbres acaba por ser su víctima; la otra, que toda madre es cuando menos imprudente si permite que su hija ponga en otra que no sea ella su confianza».


La absoluta belleza
(La mano de la Buena Fortuna, de Goran Petrović. Sexto Piso, 2007)

Una «Entrada», ocho lecturas y un epílogo. Una de las novelas más asombrosas de los últimos años. Un escritor absolutamente fascinante, magnético, que despliega los efectos más inesperados en la imaginación y en la emoción de quien lee. Un libro, en suma, bellísimo. ¿Quién puede resistirse a lo que anuncia la «Entrada»? «En la que se habla de una desamparada planta de Nochebuena, de un trabajo extraño, de un escritor misterioso y una encuadernación de safián, también de la altura de nuestras montañas, del cariñoso aroma de la chica con el sombrero acampanado, de un lúgubre acuario, de paredes porosas y de si se puede formar el moho en un frasco de mermelada de albaricoque abierto un lunes». Goran Petrović —y dicho así suena fácil, pero no cualquiera— consigue que la lectura sea el vehículo para la materialización de lo imposible.


El descalabro incesante
(El profesor del deseo, de Philip Roth. Mondadori, 2008)

David Kepesh, otro de los personajes recurrentes de Philip Roth, es la encarnación de la búsqueda desesperada e inagotable del placer. Es, por tanto, la encarnación del descalabro continuo de los hombres empecinados en esa búsqueda. También, como creación de uno de los mayores novelistas de este tiempo, es una de las más acabadas representaciones de la naturaleza humana, por lo menos de esa parte de nuestra naturaleza que trabajosamente ha de resignarse a que la vida sea algo distinto de lo que figura en nuestros deseos, nuestros sueños, nuestras inútiles aspiraciones. Descarnado y mordaz, pero a la vez profundamente compasivo, Roth, con Kepesh, sabe ser también uno de los autores más divertidos que hay: una prosa vertiginosa (casi, pero sólo casi, estropeada por la pésima traducción: ¡tan caros que son estos malditos libros, y para que resulten tan pésimamente editados!) e implacable. Admirable en todo momento.


Ensayos de cuerpo entero
(Con la literatura en el cuerpo, de Alberto Ruy Sánchez. Taurus, 2008)

Cuando se hallaba impartiendo un curso «sumamente formal sobre literatura romántica alemana», Roland Barthes se enamoró. Lo cuenta Alberto Ruy Sánchez. De dicho curso surgió el libro Fragmentos de un discurso amoroso, y el autor de Los nombres del aire tomó nota del gesto «de flexibilidad antiescolástica, de creatividad sincera, de reconocimiento de sus impulsos vitales» de su profesor. Este libro, que data de 1995, dimana de esa experiencia decisiva: Ruy Sánchez hace aquí un estimabilísimo aprovechamiento de las libertades ensayísticas con algunas de sus presencias predilectas: «escribir ensayos es también como ir bailando muy gozosamente con nuestros temas y autores y problemas; y, por supuesto, también es devorarlos ritualmente: hacerlos nuestra carne, nuestros pasos. Es aceptar que la literatura nos entra por el cuerpo y muchas veces se queda en él».


El Rey recuerda
(Memorias del mejor futbolista de todos los tiempos, de Pelé. Planeta, 2008)

«Pelé es una de las pocas personas que contradicen mi teoría: en lugar de tener quince minutos de fama, él tendrá quince siglos». Tal cita, atribuida a Andy Warhol (e instalada en uno de los capítulos que dan cuenta de la celebridad incomparable que acompañará por mucho tiempo el recuerdo de un hacedor de goles y de belleza), será a todas luces apócrifa, pero no por ello deja de encerrar una gran verdad. Quién duda de Pelé. Es más: quién no quiere a Pelé. Ya cercano a la setentena, el Rey se aviene a contar su vida en un libro que, independientemente de cualquier otra consideración (a veces se pasa de tiranetas, es cursilón, no es improbable que muchos pasajes estén embellecidos abusivamente), de inmediato resulta entrañable e indispensable. Lo completan dos álbumes de fotos, un recuento de los goles que el brasileño marcó en su vida en las canchas y, desde luego, mucha emoción.


Publicado en el suplemento Primera Fila, de Mural, los viernes 4, 11, 18 y 25 de julio de 2008.




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