P. G. Wodehouse: el gozo inocente


Es fácil imaginar la escena: metido en un aprieto, un joven y atolondrado aristócrata inglés recibe ayuda, en el momento clave —y se diría que de un modo providencial—, del mayordomo que discretamente ha estado al tanto del problema y, desde luego, ha dado con la solución: con circunspección y solicitud, el sirviente desliza la idea genial en el entendimiento de su patrón, y enseguida retrocede de nuevo a la sombra, para que sea éste quien se lleve todo el mérito. Después de todo, el mayordomo (un tipo brillante, oportuno, culto, adusto pero simpático, y siempre disponible) es un caballero al servicio de otro caballero, y de ninguna manera dejaría de observar el orden social según el cual los mayordomos no deben parecer más inteligentes que sus amos.
En el caso de Jeeves, sin embargo, habría que hacer una excepción. Jeeves es el mayordomo de Bertie Wooster (el último descendiente de un linaje que se remonta al tiempo de las cruzadas), a quien saca cotidianamente de apuros, y con tal agudeza que Wooster no puede sino reconocer que sin él no sabría arreglárselas para sobrevivir. Lo saben, incluso, las tías, los amigos, las novias, los enemigos, los primos y los demás sirvientes de Wooster, y en suma todo Londres. Jeeves es un cerebro infalible, y en consecuencia nunca falta quien se vea en la necesidad de sus servicios: todo lo resuelve del mejor modo, y ello a pesar de la sobriedad profesional que le impide expresarse más allá de frases como «Sí, señor», o «Con todo gusto, señor». Es perfecto.
Y es una de las creaciones más formidables de la literatura de todos los tiempos, que vive en la obra firmada por P. G. Wodehouse: una obra que es un universo donde invariablemente es posible la felicidad. Nada menos. Autor de más de noventa novelas, más un buen número de colecciones de cuentos, comedias musicales, piezas teatrales, guiones cinematográficos y radiofónicos, canciones y hasta algunos poemas, Wodehouse comenzó su carrera literaria hacia principios del siglo XX, cuando descubrió que ganaba más dinero publicando cuentos en revistas semanales que como cajero de un banco londinense. Transplantado pronto a los Estados Unidos, fue dando forma a un mundo poblado por lores despistados, viejas ricachonas y excéntricas, muchachas hermosas rodeadas de enjambres de zánganos, empresarios ingeniosos, actrices tontas, nobles reducidos a la necesidad de alquilar sus casas de campo, sirvientes mañosos y jóvenes deseosos de sobresalir en sociedad (siempre y cuando ello no signifique rebajarse a trabajar). Es Londres y sus alrededores, en una época detenida en las primeras décadas del siglo pasado, pero con la particularidad de que ahí jamás hay lugar para la verdadera desdicha, para la desgracia o para ningún género de atrocidad. Hay, sí, historias de amores desventurados (que a lo sumo le amargan el día al sufriente, pero sólo hasta que una nueva amada se cruza en su camino), y los conflictos más alarmantes pueden consistir en una mala combinación de la corbata y los calcetines. Pero nada más. Es un territorio hecho de pura inocencia, idóneo para las divertidísimas historias que tienen lugar en él. En cuanto a su creador, la suya fue una vida carente de acontecimientos extraordinarios, dedicada al trabajo y a recaudar, con sus libros, la admiración y el cariño de varias generaciones.
«Muchos han intentado “explicar” a Wodehouse, psicoanalizar su mundo, colocar sus creaciones bajo el microscopio de la crítica literaria moderna», escribió el actor Stephen Fry, quien ha encarnado al personaje de Jeeves en el cine. «Semejante proyecto es semejante a probar un soufflé con una pala». Y es que con Wodehouse lo único que verdaderamente importa es gozarlo, a menudo a carcajadas. Hay muchas novelas y colecciones de cuentos publicadas en español, pero también, para nuestra fortuna, desde hace unos años circula la antología ¡Pues vaya!, que recoge lo que las Sociedades Wodehouse alrededor del planeta —reuniones de lectores devotos en torno a un autor, ante todo, entrañable— eligieron como lo más representativo de su vasta producción. «En estos tiempos en los que todo el mundo odia a los demás», reconoció Wodehouse, «cualquiera que no desprecie a algo —o a todo— es un anacronismo». Y él lo es. Felizmente.

Publicado en Magis.

Nota: quien tenga paciencia y quiera leer un ensayo más amplio que dediqué a éste, seguramente el escritor que más quiero en la vida, puede echarle un vistazo aquí.

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2 comentarios:

Alejandro Vargas dijo...
17 de junio de 2008, 22:19

Jjajaj, tu nota FUE! jajaja.

Agregado a lo que tengo que leer, gracias ;)

Eduardo Huchin dijo...
19 de junio de 2008, 1:48

Siempre te agradeceré, mi estimado Israel, haberme dado el empujón final con tu texto "Wodehouse, señor" para que: 1. Comprara ¡Muy bien, Jeeves!, a 40 pesos en una feria ejidal del libro y 2. Pusiera mi casa de cabeza para hallar aquella vieja edición de Ukridge, que había comprado cuando niño sin saber qué era. Mil gracias, maestro!!! Que te deberían premiar sólo por incitar a la gente a leer a Wodehouse.