La obstinación memoriosa, el empeño de formular incesantemente recordaciones, colectivas o secretas, esa pobre defensa contra la muerte que consiste en prorrogar la extinción de los hechos y sus consecuencias y, en fin, la voluntad irreflexiva por la que nos volvemos una y otra vez hacia el vacío que creemos lleno con cuanto hemos sido: difícilmente se admite que todo esto carezca de sentido, y por el contrario, parece preferible celebrar y admirarse cada que se rescata un trozo del tiempo pasado y se puede extenderlo y revisarlo sobre los minutos del presente por el que transcurrimos, incautos e inútiles: como si en recordar tuviéramos la mejor manera de olvidarnos de nuestra propia desaparición progresiva.
Estos días, con su desgano y su intensificación del silencio —la claridad de las mañanas y de las noches, sobre todo de las noches, facilita estupendamente la consecución de una rara vigilia durante cuya ocurrencia, a poco de prestar atención, se advierte cómo va bajando el volumen de las cosas, y cómo en ese acallamiento toda figura y toda presencia dan la impresión de estar alejándose, como si el ir y venir de los demás tuviera lugar en una pantalla, una película muda cuya trama es imposible discernir, aunque seguramente será más bien absurda o demasiado simple—, estos días propician toda suerte de conmemoraciones, algunas más tumultuosas y otras íntimas e indecibles: por un lado, es la imposición de rituales que, por más que se busque eludirlos, quedan siempre a la vista y nos obligan a, por lo menos, imaginarnos en ellos: la confabulación de los famosos «seres queridos» y demás formas del compromiso dispuestas como una emboscada casi inevitable en torno a la soledad y sus dones; pero, por otra parte, es también que en la tregua de las rutinas y de la entrañable vida de todos los días, es grande la tentación de comenzar a sacar cuentas, hacer balances y revisar el saldo de la edad que ha venido sumándose, con sus desventuras y sus dichas: si toda contabilidad es odiosa, mucho más lo es la del alma, pues su ejercicio arroja siempre pocas ganancias y muchas pérdidas. Y no hay ventanilla donde valga solicitar revisiones y enmiendas. O sí la hay, y es la memoria, pero nadie despacha ahí más que nosotros mismos.
Este diciembre, es de esperarse, pasará: como el último, y como los últimos nueve, y como los últimos mil. De poco valdrá, cuando desaparezca, haberse desperdiciado en las fugaces efemérides que trae consigo. La obstinación memoriosa no tiene otra recompensa que la mera obstinación. Así, lo más sensato es dejar que la ciudad haga lo que le venga en gana, ignorar sus afanes de seducción (qué aviesamente se propone, en este tiempo, tendernos trampas: cómo se le llenan las calles de ausencias), apartarse cuanto sea posible para aprovechar este silenciamiento precioso, y atenerse a la certeza que dispuso Borges en el primer verso de su poema «Everness»: «Sólo una cosa hay. Es el olvido».
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Estos días, con su desgano y su intensificación del silencio —la claridad de las mañanas y de las noches, sobre todo de las noches, facilita estupendamente la consecución de una rara vigilia durante cuya ocurrencia, a poco de prestar atención, se advierte cómo va bajando el volumen de las cosas, y cómo en ese acallamiento toda figura y toda presencia dan la impresión de estar alejándose, como si el ir y venir de los demás tuviera lugar en una pantalla, una película muda cuya trama es imposible discernir, aunque seguramente será más bien absurda o demasiado simple—, estos días propician toda suerte de conmemoraciones, algunas más tumultuosas y otras íntimas e indecibles: por un lado, es la imposición de rituales que, por más que se busque eludirlos, quedan siempre a la vista y nos obligan a, por lo menos, imaginarnos en ellos: la confabulación de los famosos «seres queridos» y demás formas del compromiso dispuestas como una emboscada casi inevitable en torno a la soledad y sus dones; pero, por otra parte, es también que en la tregua de las rutinas y de la entrañable vida de todos los días, es grande la tentación de comenzar a sacar cuentas, hacer balances y revisar el saldo de la edad que ha venido sumándose, con sus desventuras y sus dichas: si toda contabilidad es odiosa, mucho más lo es la del alma, pues su ejercicio arroja siempre pocas ganancias y muchas pérdidas. Y no hay ventanilla donde valga solicitar revisiones y enmiendas. O sí la hay, y es la memoria, pero nadie despacha ahí más que nosotros mismos.
Este diciembre, es de esperarse, pasará: como el último, y como los últimos nueve, y como los últimos mil. De poco valdrá, cuando desaparezca, haberse desperdiciado en las fugaces efemérides que trae consigo. La obstinación memoriosa no tiene otra recompensa que la mera obstinación. Así, lo más sensato es dejar que la ciudad haga lo que le venga en gana, ignorar sus afanes de seducción (qué aviesamente se propone, en este tiempo, tendernos trampas: cómo se le llenan las calles de ausencias), apartarse cuanto sea posible para aprovechar este silenciamiento precioso, y atenerse a la certeza que dispuso Borges en el primer verso de su poema «Everness»: «Sólo una cosa hay. Es el olvido».
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 21 de diciembre de 2007.
3 comentarios:
¡Animo, ya te tocará ver caras post-decembrinas para que compares.
Por lo pronto, disfruta lo que puedas el silencio.
Todo pasará. Y cuando lo haga, nosotros también.
No es que la fecha atente contra la soledad, al contrario: en vez de estar en tu casa para encontrarte solo, tienes a toda la ciudad a merced de la misma. Te encontrarás en tu camino con otros como tú.
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