Aunque, a simple vista, parezca encomiable y digno de nuestra civilizada adhesión, el ideal que persiguen las iniciativas institucionales en pos de la implantación del hábito de la lectura en la vida de todo ciudadano es precisamente eso, un ideal, y se tiende a alcanzarlo por medio de acciones más bien soñadoras o descabelladas, candorosas o sencillamente ridículas. Más allá de que el sexenio del pasmoso analfabeto Vicente Fox estuviera marcado por una declarada enemistad con los libros, antes y después ha sido inevitable desconfiar de todo funcionario que adorne algún discurso con las consabidas razones —y siempre inútiles— en torno a las excelencias y las felicidades que hay en leer. (A propósito de Fox, cuya desdichada estampa tardará mucho en borrarse de la memoria de la nación, debe reconocerse que ciertamente —su adverbio favorito— consiguió el retorcido propósito de legar a las generaciones un emblema incuestionable de su paso por la historia: la Biblioteca José Vasconcelos, el cascarón oneroso e inservible que alberga la riquísima colección de estupideces, malhechuras y timos —que, si hay suerte, le impedirán reabrir sus puertas hasta enero del año próximo— posible gracias a la arrogancia imperdonable del ex Presidente y de Sara Bermúdez, la insólita sirvienta que tuvo al frente del CONACULTA cumpliéndole caprichos a él y a su monstruosa mujer, y gracias también a la indolencia y la complacencia cómplice de funcionarios, legisladores y representantes de la supuesta «inteligencia» mexicana —escritores y opinadores entusiastas con el absurdo faraónico, de Carlos Fuentes para abajo, y pasando por el tatuador de ballenas Gabriel Orozco, encantado de la vida porque alcanzó a colgar ahí su adefesio—, que no supieron parar el desastre a tiempo y ahora ni siquiera pueden ir a visitarlo, porque hay goteras y les puede caer un pedazo de techo en la cabeza).
Leer está bien, eso nadie va a negarlo. Y que a la gente le diera por leer más y mejor sería muy bonito y muy bueno. Pero, por encima de estas certezas simples, hay una verdad evidente que resulta preferible eludir: leer, en México, no sólo no le interesa a casi nadie, sino que además, para los tercos que se lo proponen, resulta endiabladamente difícil. Y las razones no son menos simples: para leer se necesita tener tiempo y tener dinero (a la vez y en cantidades suficientes), y la seguridad de que al dedicar un pedazo de vida a encontrarse a solas con un libro no se está perdiendo lo uno ni lo otro. Para seguir con las perogrulladas: perder tiempo es perder dinero (tan útil, por ejemplo, para tener qué comer, y no se diga para comprar libros, que saben costar varios salarios mínimos), y por más gloriosa que, se supone, sea la inmersión en una buena novela, el hecho es que el tiempo de la mayoría de la población está siendo constantemente saqueado (por la procuración de la subsistencia y por la burocracia, para no ir más lejos), y así cómo. ¿O alguien tiene un tiempecito?
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Publicado en la columna «La menor importancia» de Mural el viernes 1 de junio de 2007.
4 comentarios:
muy cierto, es un lujo leer, simplemente novelas buenas cuestan una fortuna y muy posiblemente alguna novela "recomendable" la leas y sea un bodrío. Además darse el tiempo está difícil, por eso acostumbro antes de dormir leer, o en el chato o en las filas
Ea, JIC, ¡qué buena foto, carajo! ¿Qué estaría leyendo el bombón? ¿Un drama de su querido Arthur Miller o la bitácora de estadísticas de Di Maggio?
¡Eh, Víctor! Pues la reina está leyendo nada menos que el Ulises, y si te fijas bien ya está cerca de terminarlo. Parece que la foto data de los tiempos del matrimonio con Miller, y que éste no halló mejor manera de quitarle lo burra que asestándole semejante ladrillo. ¡Salud!
¡Y vaya que leer es un lujo! Cómo dice Kurt, apenas en filas y en camiones -cuando se puede. Ojalá yo tuviera más tiempo, por lo menos intento sacarlo de algún lado.
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