Hasta parece broma. El temporal de lluvias se declara, la ciudad se desquicia. El error histórico, claro, es que Guadalajara haya decidido quedarse donde a las nubes tanto les gusta descargar, y con tanta violencia. Solución: levantar la maqueta y llevarla para otro lado, a algún páramo árido donde, si acaso, muy de vez en cuando alguna llovizna inofensiva, un chipi-chipi, apenas alguna brisita ligera, humedezca y refresque un poco pero sin hacer desastres: alzar la ciudad por los aires y trasladarla —cómo: quién sabe: para eso hay ingenieros—, quizás a otro planeta, o al menos a algún vasto valle de Australia, donde el agua no se empecine en inundar calles, el viento no derribe árboles, las tormentas no desconecten a manotazos las redes de electricidad... Una nueva ubicación que, en suma, nos tenga a salvo del amplísimo espectro de las desgracias que año con año nos asedian y nos afligen por la necedad de seguir aquí. ¿Por qué nos aferramos a padecer este destino aciago? Uno está viendo la tele y en una esquina de la ventana, al caer la tarde, alcanza a distinguirse una grisura remota en el cielo. Poco después empieza a soplar un vientecito malévolo, y de pronto, ¡zas!, todo es tinieblas y desolación. Ni siquiera hace falta que caigan las primeras gotas para que la emergencia esté en su apogeo: ya estarán atorándose miles y miles de automovilistas en los súper pasos a desnivel por todos lados y en cualquier avenida —en Guadalajara los semáforos se iluminan con velas: sopla tantito aire y se apagan—, ya estará subiendo el nivel de los lagos instantáneos que brotan por doquier, habrá choques, damnificados, algún ahogado que se fue por alguna boca de tormenta... Y a uno no le ha dado tiempo ni de ir a cerrar la ventana o descolgar la ropa tendida en la azotea. Al rato, ya que la luz vuelve, y con ella la tele, el noticiero da cuenta del caos que imperó en los eternos minutos de la primera tormenta del año. Y al salir y encontrarnos con otros sobrevivientes, la perplejidad es tan inevitable como absurda: ¿cómo es que Guadalajara puede volverse así de loca con una lluvia? Y apenas es la primera, nos repetimos, como si no sucediera lo mismo todos los años.
La naturaleza de la relación que los tapatíos sostenemos con la lluvia dice mucho sobre nuestra naturaleza en general: quién sabe si por arrogancia o por negligencia, o por una mezcla de ambas cosas —más bien—, el hecho de que las primeras tormentas nos sorprendan parece indicar que sencillamente no nos ha dado la gana tomar ninguna previsión. Nunca. Y siempre es mucha el agua que cae, y mucho el relajo que arma, y mucha nuestra estupefacción. Tampoco, sobra decirlo, se nos ha ocurrido jamás alguna manera de aprovechar los torrentes, y lo más seguro es que pasarán las generaciones sin que nada se haga al respecto. «Cae o cayó. La lluvia es una cosa», dice un poema de Borges, «que sin duda sucede en el pasado». Como aquí, exactamente: aquí creemos que nunca va a volver a llover.
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 22 de junio de 2007.
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2 comentarios:
Permíteme brindar!
Celebro por tu ensayo mientras espero la segunda y la tercera lluvia sin hacer nada... (más que beber de un vino afrutado)
Woooow!!!
que maravilla de entrada. Cómo reir al leer los damnificados, jajaja, y si, la verdad me imagino a las personas estilando por la corriente que se los llevó y los dejó por Pza. Patria.
Yo espero la lluvia de mañana día de San Juan.
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