¡Padrino!

En su irrenunciable vocación por la desmesura, la Ciudad de México empieza a ser inverosímil desde que no hay imaginación suficientemente descabellada para darle alcance. Basta pensar en el mejor disparate, en la incongruencia más compleja, en lo más improbable o en lo imposible, y es seguro que ya habrá sucedido ahí o que estará teniendo lugar en estos mismos momentos. Para bien y para mal: razones para entender que ahí está el infierno, a la vuelta del paraíso, y que en el purgatorio circundante y cotidiano siempre estará por suceder algo todavía más asombroso cada vez. El espectáculo que se aprecia al llegar por avión es un anticipo sobrecogedor de la misteriosa y colosal voluntad que la urbe pone en superar sus desproporciones, y resulta complicado decidir qué puede ser en ella una exageración, cuando tal es el signo de lo cotidiano en todos sus minutos y en todas sus calles. De ahí que la fotografía de una multitud encuerada en el Zócalo parezca, cuando apenas se ha anunciado, una idea más bien aburrida: más interesante —por lo pronto: en cualquier momento veremos algo que lo deje atrás— fue la batalla de quinceañeras que se celebró en días pasados en la plaza de la Constitución.
El Jefe de Gobierno Ebrard, por lo visto lanzado a la ejecución de ocurrencias estrafalarias que le granjeen la simpatía de sus gobernados (en la misma escuela que su ex jefe López Obrador, aunque las ocurrencias de éste, como el plantón del Paseo de la Reforma, no cosecharon precisamente simpatías), decide apadrinar y hacerles pachanga a un buen puñado de chamacas que, desde luego, no van a rehusarse a bailar el vals en el Zócalo. Al mismo tiempo, un contingente de quinceañeras de Tepito, el barrio donde Ebrard ha desplegado el tolete con saña ejemplar —cosa que no hizo mientras fue el policía principal de la ciudad—, marcha y la emprende a gritos contra el multipadrino, y a las puertas de la sede del gobierno capitalino improvisa su propio baile: una insólita manifestación de tul y tafetán. A los granaderos que vigilan se les encuentra enseguida una función: la de chambelanes —acaso no sean tan apuestos como las princesitas habrían soñado, pero tienen la ventaja de que son gratis y no se van a emborrachar (o bueno: quién sabe). En fin: muy hermoso todo. Unas y otras, las ahijadas-ahijadas, lo mismo que las postizas, coladas, tienen su pastelote, su musicota, su fiestesota, y a mover la cola que el mundo se va a acabar.
Lo malo es que no se acaba: lo malo no es que Ebrard tenga previsto seguir haciendo payasadas (seguro tiene en sus recámaras posters del Alcalde Mockus, de Bogotá, que se vestía de Supermán y enseñaba las nalgas, o del neoyorquino Giuliani, que cantaba disfrazado de Marilyn Monroe), sino la altísima probabilidad de que otros gobernantes, en otras ciudades, sigan su ejemplo. ¡Cuidado! El amor por el ridículo es contagioso y cunde rápido. Y es políticamente muy rentable, desde luego.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 4 de mayo de 2007.
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2 comentarios:

Alejandro Vargas dijo...
9 de mayo de 2007, 10:13

vaya, esa nueva de Ebrard no me la sabía, que cosas no?
Ahorita es un héroe y 5 segundos después bufón de sí mismo.

Paloma dijo...
13 de mayo de 2007, 15:08

Entre el catálogo de disparates te faltaron las "playas artificiales", íconos primaverales (ni siquiera se esperó al verano)de la "política de la ocurrencia" capitalina.

Saludos desde mi nuevo terruño -azar o destino-, el DF.

P.