En la orilla

Será que uno ya está predispuesto a encontrarse indispuesto; será, ¡por supuesto!, que es tiempo de pagar impuestos, y puesto que éstos, entre otros fines, sirven para mantener en sus puestos a los funcionarios públicos (que habremos puesto ahí, ¡ay!, voto mediante, o que nos habrán impuesto los primeros), prácticamente cualquier trastada atribuible a cualquier integrante de esa clase resulta de inmediato repelente e intolerable. Por bien intencionada que sea. Pasó el tiempo de declarar («¡a tiempo!», se la pasaron recordándonos, lo que es siempre mejor que a destiempo, como quedaba claro con la colección de imbéciles que desfilaron por la tele y la radio dando ejemplo de las lamentables consecuencias de retrasarse: un paciente en el consultorio de un dentista, que se dejaba sacar todas las muelas, o un viejito que abría al fin su corazón cobarde delante de la tumba de su amada, entre otros); pasó el tiempo de declarar, decíamos, y con él el recordatorio odioso de lo que debe pagársele al Estado para que siga funcionando pésimamente. (¡Y las monsergas incesantes para que redondeemos y donemos y nos pongamos con más lana para educar niños y demás, como si tanto que nos tumban y de tantas formas —ISR, IVA, ISPT, IMSS, y luego las declaraciones y los recargos y las multas y los recargos por «extemporaneidad», y los parquímetros, y el predial, la tenencia, y tanto maldito trámite, y...— no alcanzara para nada! ¡Como por lo visto no alcanza, pues además se la viven diciendo que la recaudación fiscal está por los suelos, y que ahora van por la morralla de los chicleritos y de los limpiaparabrisas, y mientras siguen complicando más los vericuetos para cualquier ciudadano medianamente cumplido que se propone seguir siéndolo!). Pasó el tiempo de declarar, íbamos diciendo, pero lo que no pasará es el despilfarro al que se destinan las cantidades que nos vemos obligados a soltar con nuestras declaraciones, uno de cuyos ejemplos más detestables y evidentes está en las campañas siempre inútiles con que toda oficina de comunicación social de toda dependencia nos abruma y nos aturde con sólo que prendamos la tele o la radio. Por ejemplo: un grupo tropicaloso canta la siguiente tonadita: «En la ori-i-lla, en la ori-i-lla, en la orilla ¡no!». Voz de locutor jacarandoso: «Si vives en la orilla de un río, en un cauce federal...». Otra vez los cantantes: «¡Cuidado!». El locutor: «No podemos evitar los fenómenos naturales, pero juntos podemos evitar que te hagan daño». Firma: Comisión Nacional del Agua. La idea, se entiende, es advertir a la gente que si es necia y se emperra en quedarse junto al río cuando llega el huracán, se la va a llevar Pifas. Hasta ahí la buena intención (porque la gente así es, pues: ¡no mide!). Pero luego uno piensa: ¿y la Comisión tal no podría gastar mejor, en lugar de en esos miles de anuncios, a todas horas y por todos lados, en arreglar el desastre pasmoso de El Salto y su río contaminado? ¿O será nomás que ya toda campaña oficial resulta automáticamente aborrecible?

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 11 de mayo de 2007.
Imprimir esto

2 comentarios:

Jos Velasco dijo...
15 de mayo de 2007, 12:32

Siempre me pregunté si realmente podíamos como alumnos influir en tus ensayos y creo que así pasó, con lo del río.

Por cierto JIC, mientras tanto sigo esperando aquél café francés. (¡Claro que iré!), me intrigan los demás escritos...

Alejandro Vargas dijo...
16 de mayo de 2007, 20:32

Vaya, buen comentario por acá ehh, me gustó mucho también el escrito, me reí mucho y si no puedes preguntarle a c0o1.

Saludos!