Leer / ver


Desde hace algún tiempo, quizás desde la atención que concitó la serie Los Soprano, suele repetirse que buena parte de la mejor narrativa actual se halla en la televisión. Historias cautivadoras de inmediato y personajes fascinantes (como el mafioso atribulado por su mamá perversa) en cuyas honduras psicológicas se fraguan los arquetipos intimidantes en que se reconocen las vastas audiencias; tramas irresistiblemente emocionantes urdidas con misterios vertiginosos, dramas absorbentes a un tiempo densos y sutiles, pirotecnias deslumbrantes de ingenio y humor. Desde luego, abundan los ejemplos para creer que al Sófocles, al Flaubert o al Dickens de nuestros días no los encontraremos en las páginas de los libros sino en los discretos créditos de las producciones televisivas, y, por acudir a mi experiencia un poco esquizofrénica como televidente y lector, he de admitir que más de alguna vez me he visto prefiriendo las humeantes aventuras cínicas y angustiosas de Don Draper en Mad Men a la lectura de cualquiera de los incontables pendientes que reposan como reproches vivos en los libreros —claro: para rebajar la culpa neurótica de tal conducta, he acudido también al amparo de esa suposición, la de que la mejor tele no tiene nada que pedirle a Dostoievsky o a Balzac.
            El problema —si hay un problema: como si no nos surtiera bastantes la famosa realidad— es que justamente se trata de una suposición, y que probablemente ésta esté originada en algo tan infundado como el consenso. Que haya —como las hay, sin duda— magníficas producciones televisivas, detrás de las cuales cabe reconocer poderosos talentos narrativos, no cancela la posibilidad de que también haya —como sin duda las hay— obras literarias tanto o más admirables. De hecho, basta pensarlo un poco para reconocer que sólo por pereza o por indolencia se puede uno plegar a certidumbres tan inútiles (cuando no perniciosas de obstinarse en ellas): de novelistas en activo como Philip Roth, António Lobo Antunes, J.M. Coetzee o E. L. Doctorow, para nombrar sólo a un póquer de imbatibles, circulan los que son ya clásicos incuestionables: que uno, como consumidor de ficciones, los ignore, es otra cosa. Y puede que si llegamos a figurarnos que lo más notable está en un lado o en otro (y esto por no hablar del cine), sea sólo debido a que es lo que se dice, y el riesgo está en quedarse con eso y ahorrarse el trabajo de comparar.
            Es lo que pienso en la inminencia de la entrega de los Emmys, ocasión en que siempre me da por revisar mi conducta como un televidente incurable que algo ha de deber, también como lector, a quienes escriben lo que se ve. En una entrevista reciente, Aaron Sorkin, uno de los escritores de televisión más influyentes (The West Wing, The Newsroom), dejaba ver cómo su trabajo ha de atenerse estrictamente a las expectativas del público. Y quizás ahí esté la diferencia: que al mundo entero le guste algo no necesariamente significa que valga la pena.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 20 de septiembre de 2012. Imprimir esto

1 comentarios:

CM dijo...
20 de septiembre de 2012, 15:26

De acuerdísimo Israel, yo también me declaro televidente y lectora incurable. Puedo argumentar que lo hago para no sentirme segregada ya que el 90% prefiere la TV a los libros. Valga pues, entendamos la vox pupuli. Sin dejar de oler libros. Extraño a los ensayistas.