Fuentes


En una cultura como la mexicana, impensable sin su necesidad de figuras patriarcales a las que se confiere potestad absoluta sobre la inteligencia de la historia que presencian, descifran y protagonizan, es comprensible que la muerte de Carlos Fuentes haya sido deplorada desde un sentimiento de orfandad. Claro: también debe tomarse en cuenta lo inesperado del deceso, acaecido cuando el escritor recién había dado pruebas de hallarse tan activo como lo había estado siempre, trabajando y concitando la atención inmediata sobre su trabajo y sus proyectos literarios, pero además sobre sus pareceres como el intelectual presto a opinar acerca de la actualidad sociopolítica: acaso por lo súbito de la noticia, pero sobre todo por la notoriedad insuperable del personaje, daba la impresión de que era imposible: Fuentes, qué duda cabe, lleva décadas siendo el escritor más importante de este país… en los términos en que esa importancia está hecha de visibilidad, de omnipresencia mediática como figurante principal en la discusión pública y del carácter de emblema viviente que su tiempo le confirió como testigo (y actor), del México postrevolucionario y del Boom de la literatura latinoamericana y del pensamiento crítico ante el avance del modelo neoliberal.
           Así, fueron inevitables las desmesuras que resumen los encabezados de la prensa internacional —la presunta consternación de rigor, expresada de inmediato desde los niveles más altos del poder, y sus resonancias, que fueron del auténtico pesar de los auténticos lectores a los rebuznos con que candidatos y políticos oportunistas e ignorantes se sumaron al duelo. Y dio la impresión de que su ausencia podrá tener más peso que el que suman su obra, su intervención en los diversos presentes que atravesó y su influencia en quienes vienen detrás de él. El tránsito de Fuentes lo resume muy bien, me parece, el epígrafe de Guillén de Castro que instaló al frente de una de las piezas de Constancia y otras novelas para vírgenes: «Muera yo, pero viva mi fama».
       Novelista disparejo (hay consenso en que nunca consiguió superar sus títulos tempranos), narrador formidable en un puñado de cuentos, ensayista y articulista elocuente pero no imprescindible («enjundioso descubridor de lo consabido», anoté una vez, y sigue pareciéndomelo), fue en todo momento un escritor imponderable: se lo aceptaba y se lo celebraba sin más. Quizás, tristemente, ése sea su salvoconducto al olvido; tal vez no, pues puede que sea tiempo de justipreciarlo al fin —y qué sorprendente juicio puede extraerse del comentario con que Juan Villoro cerró la nota que publicó ayer aquí mismo, al citar un dicho reciente de Fuentes, «Si no vives como joven, te carga la chingada», y agregar enseguida que «su corazón se detuvo un segundo antes de que eso sucediera»:  ¿o sea que estaba a punto…? Al llorarlo, se ha insistido, por supuesto, en su amor a México. Ya lo esperan la tumba y la lápida que se mandó hacer en el Cementerio de Montparnasse, en París.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 17 de mayo de 2012.
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