Hasta rima: Barack Obama es el sabor de la semana. Su toma de posesión, tumultuosa y espectacular, recuerda acontecimientos igual de llamativos que tienen en común su atractivo mediático —por decirle así a las cosas que resulta inevitable no ver en la tele, o ahora también en internet, e incluso simultáneamente— y que, como la boda de Lady Di, el funeral del Papa, los conciertos de rock para terminar con el hambre en África a mediados de los ochenta, el juicio de Michael Jackson o la inauguración de las Olimpíadas, son momentáneamente irresistibles, pero apenas terminan se revelan tan irrelevantes y cursis como fueron desde un principio: ahí está uno, prestando atención y dejando en suspenso cualquier otra actividad, para que al cabo salga un anuncio de detergente o un empiece una telenovela, y entonces uno caiga en la cuenta del ratote que pudo haber desperdiciado mejor de otra forma.
Seguramente tenían sus razones los millones de personas congregadas para presenciar en vivo la ceremonia, así como cuantos ciudadanos estadounidenses se apostaron frente a un televisor, embelesados, alborozados, moqueantes y estremecidos, para mirar cómo el hombre tomaba juramento. El júbilo de un país (que, bueno, no ha de ser el país completo: no ha salido gran cosa en los medios, pero basta con un vistazo a los sótanos de internet para comprobar cómo están rabiando los neonazis, los neoconfederados y los supremacistas... además, claro, de los millones de estadounidenses tenían sus ilusiones puestas en el tembeleque McCain), la exultante jornada del martes, por la entrada de este presidente al despacho envilecido por su antecesor, ha tenido tal magnitud gracias a la desproporcionada consideración del individuo: Obama, ahora mismo —y en lo que termina la semana: ya empezó a actuar, y más temprano que tarde va a empezar a hacer burradas, a incurrir en mezquindades, a someterse a los verdaderos poderosos del planeta—, es un mesías, y tiene virtudes para todos los gustos.
Por ejemplo: sus aficiones literarias. Se dice que el hombre ha leído mucho y bueno, que su sensibilidad y su elocuencia han sido modeladas por Melville, por Emerson, por Shakespeare o por Derek Walcott (recientemente éste le dedicó un poema, «Forty Acres: A Poem for Barack Obama», y poco después de la elección Obama fue fotografiado con un libro del Nobel santaluceño). Y se ha insistido, cómo no, en sus dotes de novelista, o se ha revelado oportunamente (y no tardará en salir el libro) que de joven coqueteó con la composición de versitos. Bueno: esos gustos están muy bien, pero que los tenga, en el fondo, no quiere decir nada. Porque de los políticos, por exquisitos que sean, por más que se los pinte con halos de sabiduría, siempre hay que esperar lo peor, e informaciones como éstas no pasan de ser anecdóticas e insustanciales. Si Obama —o cualquier otro político— realmente hubiera aprendido algo de la literatura, estaría mejor dedicándose a otra cosa.
Seguramente tenían sus razones los millones de personas congregadas para presenciar en vivo la ceremonia, así como cuantos ciudadanos estadounidenses se apostaron frente a un televisor, embelesados, alborozados, moqueantes y estremecidos, para mirar cómo el hombre tomaba juramento. El júbilo de un país (que, bueno, no ha de ser el país completo: no ha salido gran cosa en los medios, pero basta con un vistazo a los sótanos de internet para comprobar cómo están rabiando los neonazis, los neoconfederados y los supremacistas... además, claro, de los millones de estadounidenses tenían sus ilusiones puestas en el tembeleque McCain), la exultante jornada del martes, por la entrada de este presidente al despacho envilecido por su antecesor, ha tenido tal magnitud gracias a la desproporcionada consideración del individuo: Obama, ahora mismo —y en lo que termina la semana: ya empezó a actuar, y más temprano que tarde va a empezar a hacer burradas, a incurrir en mezquindades, a someterse a los verdaderos poderosos del planeta—, es un mesías, y tiene virtudes para todos los gustos.
Por ejemplo: sus aficiones literarias. Se dice que el hombre ha leído mucho y bueno, que su sensibilidad y su elocuencia han sido modeladas por Melville, por Emerson, por Shakespeare o por Derek Walcott (recientemente éste le dedicó un poema, «Forty Acres: A Poem for Barack Obama», y poco después de la elección Obama fue fotografiado con un libro del Nobel santaluceño). Y se ha insistido, cómo no, en sus dotes de novelista, o se ha revelado oportunamente (y no tardará en salir el libro) que de joven coqueteó con la composición de versitos. Bueno: esos gustos están muy bien, pero que los tenga, en el fondo, no quiere decir nada. Porque de los políticos, por exquisitos que sean, por más que se los pinte con halos de sabiduría, siempre hay que esperar lo peor, e informaciones como éstas no pasan de ser anecdóticas e insustanciales. Si Obama —o cualquier otro político— realmente hubiera aprendido algo de la literatura, estaría mejor dedicándose a otra cosa.
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 23 de enero de 2009.
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