Pelmazos


G. K. Chesterton, hombre de curiosidad incesante, vigoroso polemista e infatigable observador y comentarista de la naturaleza humana, demostró que, en buena medida, el mundo sólo es comprensible mediante el examen de sus paradojas, y que —paradójicamente— tal comprensión no puede sino ser una forma sostenida de perplejidad con la que más conviene transigir para que la irritación y la indignación no se nos vuelvan desesperación rabiosa: mejor reírse, en todo caso, especialmente cuando —como nos ha tocado— se vive en el imperio de la necedad, el disparate y el cinismo. Entre muchas lecciones que surte la frecuentación de sus libros, hay un ensayo titulado «Defensa de los pelmazos» (disponible en la magnífica antología preparada por Alberto Manguel, Correr tras el propio sombrero) en donde el londinense exhibe la lógica impecable de una de sus normas de conducta: la convicción de que el único pecado imperdonable es aburrirse. Por esto: dejarse ganar por el hastío supone siempre una claudicación, la aceptación tácita de que no hemos sabido escapar ni, mucho menos, oponer resistencia; y, cuando eso pasa —cuando ya el bostezo va abriéndonos las fauces y quisiéramos estar en cualquier otro lugar—, es porque nos lo merecimos por negligentes y por arrogantes: «La culpa, si hay que buscar algún culpable, es nuestra por habernos aburrido. El asunto no es aburrido; nada en el mundo lo es».
    ¿A qué viene esto? Voy a ponerlo así: el lunes, al conocer en estas páginas cómo respondieron y reaccionaron los diputados que integran la Comisión de Cultura del Congreso jalisciense al aplicárseles un cuestionario repentino y, dada la materia en que trabajan, elemental, lo primero que pensé fue que se trataba de una mera exhibición de lo consabido. Claro que esos personajes iban a lucir su ignorancia, e incluso su grosería al ser sorprendidos en falta: para eso son políticos: qué novedad. Cuatro se zafaron de estos modos: «Para qué echo mentiras», admitió una; «para qué quieres que diga una aberración», alegó otra; «me agarra totalmente sin esa información», reconoció uno más, y el penúltimo soltó: «dentro del área cultural nunca me he encauzado». El quinto, irascible y receloso, sencillamente se negó a contestar, y pegó carrera. Lo normal, pensé —lo aburrido—, es que los diputados sean así. Sólo después de esforzarme un rato llegué a reírme tantito, imaginando el apuro que pudieron pasar —como si hubiera habido en realidad tal apuro: lo normal es que a los diputados los tenga sin cuidado lo que sus representados lleguemos a pensar de ellos.
    Pero luego me acordé de Chesterton. Cada que topamos con una razón más para el hastío —y quién en México no está podrido con los modos de estos impresentables, con su incompetencia y su irresponsabilidad—, hay que pensar que los causantes de ese hartazgo están felices de la vida (ganando estupendamente, para empezar), y que si nos hacen pasar un mal rato y nos dejan con un sabor acedo, la culpa la tenemos nosotros, y nada más.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 25 de febrero de 2010.
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1 comentarios:

Anónimo dijo...
26 de febrero de 2010, 10:32

Sigo esforzandome ya no en reir, sino tal vez emitir una sonrisa.

Maribel