
Al margen de la espectacularidad con que ha pasado por esta vida, Carlos Fuentes puede ser también, para la comprensión de cada uno de los lectores que hemos frecuentado su literatura, un novelista a secas (y, en ocasiones, un ensayista atendible o un articulista pertinente, aunque también a veces todo lo contrario: un enjundioso descubridor de lo consabido): el autor de piezas, sí, indispensables, como La región... o La muerte de Artemio Cruz, pero también el firmante de irresponsabilidades históricas como Gringo viejo, de delicadas y estimabilísimas rarezas como Constancia y otras novelas para vírgenes, de lamentables despropósitos como Instinto de Inez, de empresas monumentales, desafiantes, fascinantes y repelentes a un tiempo, como Cristóbal Nonato o Terra nostra, o incluso de cierta inmejorable incursión en el género policíaco, como La cabeza de la hidra... «Tengo algunas mejores que otras», dijo en una entrevista reciente. «Algunas son como chicas muy bonitas. Otras son bizcas, tuertas o les falta pelo». (En esa pasarela, curiosamente, la «chica» más sexy ha resultado llamarse Aura, una breve historia narrada en segunda persona que tuvo la buena suerte de inquietar el celo moral de cierto secretario de Estado, a raíz de lo cual se convirtió en uno de los libros que más han intrigado a los adolescentes mexicanos).
Cosmopolita y galanazo, glamuroso (la leyenda reza que sólo puede escribir si está en su casa de Londres), poseedor de una admirable elocuencia, diplomático (con cargo en el servicio exterior o sin él) y siempre enfático —aunque rara vez polémico—, Carlos Fuentes consigue siempre subir a los trenes raudos que cruzan su tiempo, razón por la que quizás es el escritor mexicano más visible desde la muerte de Octavio Paz. Por tal visibilidad, ganada a lo largo de una vida de estupendas relaciones, es artículo de fe, en los más amplios sectores de la crítica y de la academia (y, vamos, en el de la política también), que la suya es una de las obras más relevantes de la literatura en español de los últimos 50 años —salvo, claro, para los académicos suecos, que por lo visto lo dejarán morir sin entregarle el Nobel. Pero todo esto, a la hora de la lectura, en realidad poco interesa: lo que cuenta, y él lo sabrá como el gran lector que también es, debe ser el íntimo hallazgo que cada libro suyo depare a quien lo quiera leer.
Publicado en Magis
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